Preludio a la invasión
Por Douglas Seacat
Castillo Raelthorne, Caspia, a principios del 610 dR
Orin Midwinter atravesaba a zancadas las salas iluminadas por antorchas del Castillo Raelthorne, cargando con ambas manos una pila de libros viejos en equilibrio precario situada debajo de varias cartas náuticas y mapas enrollados. Había rechazado la ayuda que le había ofrecido un escriba asignado para ello, ya que no quería confiar unos objetos de valor tan inestimable a un torpe jovenzuelo. Jadeaba por culpa de las escaleras que acababa de subir, y sentía latigazos de dolor ocasionales en las rodillas y en la espalda, pero aún así se sentía motivado y optimista. Se dio cuenta de que, de hecho, estaba contento. Una emoción extraña y casi desconocida.
La vida del antiguo inquisidor tras el final de la Segunda guerra civil cygnariana había cambiado de manera sorprendente. Pensaba en ello cada día que trabajaba en su nuevo papel como administrador arcano, cuando iba corriendo de una cita a otra o al volver a su bien abastecido laboratorio para completar proyectos que sirviesen al reino. Después de tantos años de luchar solo por supervivencia, el relativo lujo de su vida actual le seguía pareciendo algo novedoso. No hace mucho, pasaba las horas elaborando planes desesperados mientras evitaba a las autoridades entre ruinas miserables o merodeando por los sótanos de las estructuras abandonadas en aldeas arrasadas por el fuego. Ahora, tenía una habitación propia en el centro de los salones de poder de Cygnar, un lugar en el que se sentía lo bastante cómodo como para dormir toda la noche mientras pasaba el día realizando trabajos productivos. A veces, seguía despertándose asustado en mitad de la noche, buscando apresuradamente su bastón antes de darse cuenta de que estaba a salvo.
Adelantaba a una pareja de guardias del palacio y casi se le cayeron varios de sus manuscritos al estar a punto de chocarse con un tercero, un hombre que parecía dirigirse a él en vez de apartarse. Midwinter le dedicó una mirada de rabia: se preguntaba si tenía la intención de intimidarle, aunque el hombre miraba a un punto detrás de el y su mirada no se cruzó con la del mago.
Cuando estaban a la misma altura, ese mismo guardia siseó una sola palabra: "Ashoth".
La palabra hizo que un escalofrío recorriera la columna vertebral de Midwinter y se giró para mirar por encima del hombro, con la idea de ver si el guardia tenía la intención de decir algo más, pero este seguía andando como si no hubiese pronunciado nada. El administrador arcano agarró con más fuerza sus libros y sus mapas enrollados, con su corazón latiendo fuerte y dolorosamente dentro de su pecho, y solo se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento cuando aparecieron manchas negras en su campo de visión. El sonido de los pasos de los guardias que se retiraban resonaba en sus oídos.
Tomó una bocanada de aire y corrió de vuelta a su habitación, intentando sacudirse la sensación de pánico y alarma que le había invadido de manera inexplicable. Ashoth. El nombre se repetía en sus oídos y en su cabeza. Le parecía que debería conocer ese nombre, pero no le evocaba nada salvo temor y ansiedad.
Dejó los libros y mapas que llevaba encima del amplio escritorio de su cámara, pero cuando se volvió hacia su cama vacía sintió una profunda aversión. Casi se mareó al mirarla. No pensaba que pudiese dormir ahí, un pensamiento que no se desvaneció ni siquiera al reconocer que era un impulso irracional. Avanzó hacia el catre, pero sintió náuseas y retrocedió tambaleándose. Esto no era algo natural. Se sentía dividido entre el deseo de caer rendido y dormir, dejando atrás lo que fuese que estaba alimentando esos sentimientos inexplicables, y la potente necesidad de huir de su habitación.
Respirando profundamente para recuperar el control de sus propios pensamientos, Midwinter dio unos pasos hacia su espejo. Era un arcanista lo bastante hábil como para darse cuenta de que algo iba mal. Parecía que algo externo estaba afectando a su mente. Creía que estaba protegido ante esas cosas, pero ninguna protección era absoluta.
Contemplando su propio reflejo, relajó la vista, permitiendo que la imagen de su cara se volviese borrosa mientras entraba en un trance que permitía que su propio poder le llenase y así percibir las fuerzas místicas que le rodeaban.
No vio nada raro, pero igualmente se concentró más a fondo, con más claridad, luchando contra sus propias percepciones. Desconfiando de sus sentidos, buscó una verdad más profunda, separando percepción de realidad. Para dividir sus emociones y la razón. Era un viejo ejercicio que se les enseñaba a los miembros más jóvenes de la inquisición, pero que llevaba años sin intentar. Durante su entrenamiento arcano iniciático había sido un método de instrucción, pero pensaba que lo había dejado atrás. Suponía un esfuerzo importante... pero, al final, consiguió algo parecido a la auténtica separación.
¡Allí! Un destello en el espejo. Incluso estando separado de sus emociones, notó cómo se le aceleraba el corazón. Complejas espirales y marañas de energía sutil fluían por su cráneo y su mente. Frunció el ceño para poder verlas mejor, y se dio cuenta de que las hebras más luminosas y tejidas con más cuidado parecían hilos de oro. Sentía que esas hebras no eran nuevas, sino que llevaban allí algún tiempo. Llegaban a lo más hondo. Formando capas cercanas a la superficie, más cerca de su cráneo, había un entramado de color carmesí brillante que recordaba a una red. Este estaba menos oculto, y también era más poderoso.
¿Había creado él alguno de esos patrones arcanos? Se sentía confuso y no estaba seguro. Quizás se había hecho a sí mismo algunas de esas medidas protectoras. Parecía posible. Muchos de sus años como inquisidor eran difíciles de recordar. No había estado bien del todo, ni física ni mentalmente. Había sido una persona diferente. Una persona peor, había decidido. ¿Pero era cierto eso? Este pensamiento le provocó un dolor penetrante que le hizo apretar los ojos y encogerse.
Estaba comprometido. Eso estaba claro. No sabía las respuestas, pero se dio cuenta de que necesitaba abandonar inmediatamente el castillo Raelthorne. Quizás algún viejo instinto de sus tiempos como inquisidor le había hecho rechazar la comodidad de su cama. No podía estar cerca del rey Julius mientras no estuviese seguro de poder controlar sus acciones. Tenía que llegar al fondo de todo esto antes de hacer ninguna otra cosa.
Al decidir esto, Orin Midwinter se sintió más tranquilo y controlado. Puso unos pocos artículos de ropa y otros efectos personales en una bolsa pequeña, se enganchó su bastón a la espalda mediante una cadena circular que guardaba para ello y salió de la habitación. Sus deberes como administrador arcano le llevaban a recorrer todo el castillo y conocía una ruta empleada por los sirvientes que le permitiría salir sin llamar la atención. Al no saber qué le pasaba sentía que era imperativo limitar sus interacciones con el personal del castillo. Aún no tenía un plan concreto aparte de aislarse lo suficiente como para comprender mejor la situación, pero también sabía que se le echaría en falta si se iba mucho tiempo. Sin embargo, no tenía ninguna reunión al día siguiente.
Su éxodo del castillo se produjo sin incidentes. Al salir a las calles de Caspia en mitad de la noche se detuvo a pensar si estaba más seguro en su interior. El castillo estaba fuertemente guardado y protegido. No le daba miedo que le asaltaran en las calles, ya que tenía su magia. Ningún rufián común y corriente tenía esperanzas de abordarle sin sufrir las consecuencias. Pero podría estar exponiéndose al problema sobrenatural que estaba en marcha, fuese cual fuese. Aún así, ya estaba comprometido, y había decidido que la seguridad del rey Julius y los demás del castillo era más importante que su propio bienestar.
Estaba exhausto. Fuera lo que fuese, no podía enfrentarse a ello sin dormir. Las fuerzas místicas, especialmente aquellas que afectaban a la mente, no debían tratarse a la ligera. Lejos del castillo, de aquellos que podrían haber sido el objetivo de lo que fuese que estuviera pasando, se sentía libre para buscar un lugar donde recuperar sus energías y ordenar sus pensamientos. Conocía una taberna cara pero que no se encontraba muy lejos del castillo, frecuentada por nobles y peticionarios ricos que tenían asuntos que tratar con el gobierno cygnariano.
Era imposible no sentirse ligeramente paranoico e incluso preguntarse si sus pensamientos eran suyos. Pero ese era el primer paso a la locura. Midwinter no podía cuestionarse todas sus decisiones. Estaba razonablemente seguro de que su mente, por el momento, seguía perteneciéndole. Por lo menos, ser consciente de los supuestos encantamientos que le afectaban le daba un poco de auto-conocimiento. Podía sospechar de cualquier pensamiento por si era intrusivo, pero tenía que confiar en sus instintos. Le habían mantenido con vida todo este tiempo y, ¿qué más tenía si no?
El posadero aceptó su dinero y no pareció molestarse por su llegada, a altas horas de la noche y sin avisar. Poco después, cerró la puerta de su habitación y volvió a estar solo. Creía que le costaría conciliar el sueño dada su ansiedad acuciante, pero casi en cuanto su cabeza tocó la almohada tras apagar la llama de la vela, una oscuridad reconfortante le reclamó.
Orin Midwinter se encontraba sentado en el extremo de una mesa ancha y plana, en una cámara austera y descolorida. Un cuenco descansaba delante suya, lleno con un líquido que era rojo como la sangre y que parecía ser el único color visible. Una cuchara de plata descansaba sobre la mesa, colocada cuidadosamente junto al cuenco, pero no sentía deseos de tocarla ni de probar el líquido, aunque sabía que lo habían servido para él. Se sentía pequeño, sentado en una silla con un respaldo alto y con patas que se estiraban más lejos de lo que parecía posible. Le colgaban las piernas; sus pies no tocaban el suelo. La silla era particularmente incómoda, como si no hubiese sido construida para las proporciones humanas.
¿Era un sueño? Tenía que serlo.
No había más sillas en la mesa y, justo en el otro extremo, se encontraban unas escaleras que conducían a un área elevada donde se situaba algo parecido a un espejo, pero su superficie lisa era completamente negra y su marco de hierro, retorcido y oscuro, tenía la forma de unas ramas nudosas. De vez en cuando, sentía un temblor que recorría su silla y oía el sonido lejano y profundo de algo rompiéndose. En respuesta, la superficie negra del espejo se ondulaba formando ondas circulares, como si fuera el agua de un lago siendo alterada.
Una columna de humo arremolinado apareció en mitad de las escaleras que tenía delante. Una luz naranja y rojiza latía dentro del humo, como las ascuas de la madera en una hoguera que se extinguía. Al poco tiempo, la parte superior de este humo tomó la forma de una figura pálida adornada con una túnica y una capucha negras, y que sujetaba un grueso tomo en una de sus delgadas manos. Tiras de tela inscritas con runas colgaban de sus mangas y estaban fijadas a su túnica, moviéndose ligeramente por cuenta propia, como si les agitase un viento imperceptible.
La forma se quedó mirándole con unos ojos rojos y brillantes, y unas pequeñas volutas de humo escarlata salían flotando de ellos. Midwinter estaba aterrorizado y paralizado, clavado a la silla por esa mirada y consciente de que estaba en presencia de un ser de poder inconmensurable. Le habló, aunque las palabras no fueron pronunciadas en voz alta, sino que se manifestaban dentro de su mente.
Orin Midwinter. ¿Me reconoces?
Su espíritu se estremeció en su interior y supo de inmediato que su respuesta se consideraría inadecuada. Abrió la boca para decir "no" pero, en vez de eso, susurró dudando: - ¿Ashoth?
Ese es un nombre. Hace tiempo sabías otros. Llevas fuera demasiado tiempo. Pensaba que podrías haber estado intentando negarme. Escapar del pacto que sellamos con sangre.
Con esta última palabra se produjo otro estremecimiento en la distancia, provocando que el cuenco de sangre brillase como la superficie del espejo negro. Midwinter se encontró arrastrándose hacia atrás y acurrucándose. Quería negar cualquier cosa que la criatura le acusaba de haber hecho ya que su desaprobación era clara, pero no recordaba nada de lo que le había dicho. Había un vacío en su mente. Abrió la boca para explicarse, pero solo consiguió emitir un sonido áspero.
Has sido alterado y casi has fracasado en tu tarea. Consideré reclamarte, pero veo que aún nos puedes resultar útil. Primero, liberaré tu mente. Debes recordar tus obligaciones.
La entidad apareció a su lado en un suspiro, alzándose imponente por encima de él. Habría gritado asustado si hubiese sido capaz de emitir cualquier sonido, pero le faltó el aire. El ente alargó su mano libre y le puso sus dedos fríos en la frente. Sintió un dolor ardiente e insoportable, como si le hubiesen introducido un hierro al rojo vivo a través de los ojos. Mientras retrocedía para huir del dolor producido al arrancarle algo de la mente, la mano que le sujetaba por la frente se contrajo y metió su cara dentro del cuenco de sangre.
Orin Midwinter se despertó empapado en sudor dentro de la cama de la taberna, con sus sábanas apartadas a un lado. Yació allí, jadeando y sujetándose con fuerza la cabeza, la cual palpitaba dolorosamente acompasando al latido de su corazón.
Su mente volvía a pertenecerle y todos sus recuerdos habían vuelto de golpe. El sueño maravilloso que había sido su vida desde antes de que Julius fuese coronado había desaparecido. El que le había cambiado había sido el inquisidor senior Wilkes Quinn, su amigo y colega. Quinn era un poderoso mesmerista, un arcanista cuyo poder sobre la mente era incomparable. Había necesitado a Midwinter. Necesitaba que estuviese cuerdo y que tuviese su mente bien entera para que cumpliese su tarea, en los tiempos cuando habían sido reclutados por Asheth Magnus para ayudar al joven bastardo Julius, quien había sido criado en secreto para tomar el trono cygnariano.
Quinn había hecho algo más que reunir las piezas rotas de la frágil cordura de Midwinter. Eso no había bastado para asegurarse su cooperación, ya que Midwinter había prestado juramentos más fuertes y profundos. Su determinación por ver a Vinter Raelthorne restituido había sido más que mera lealtad. Había estado bajo el control de unos seres superiores, unos a los que había recurrido desesperado durante sus peores años, mientras estaba huido y le buscaban, cuando su salud comenzó a fallarle, viéndose azotado por una enfermedad que habría reclamado su vida. Había buscado una solución en los únicos seres que estaba seguro que podían proporcionársela.
Midwinter se puso en pie tambaleándose, sujetándose aún la cabeza con fuerza, y se fue a la habitación del espejo. Vio una cara retorcida que le devolvía la mirada. Sentía que la delicada red de compulsiones que habían mantenido su mente sujeta había desaparecido. Volvía a ser él mismo, y era repugnante.
- Te llamé Ashoth. Los iniciados inferiores creen que eres Ariphon, Kylophelion o una docena de otros nombres. Pero cuando tu poder está en su cúlmen, eres Agathon. Eres el que termina con los sueños. El que toma nombres. La voz en la oscuridad. Y yo soy tu siervo.
Las palabras le calmaron los nervios, le recordaron cuál era su sitio, su dignidad y su propósito.
Había mucho por hacer.
Era imposible no sentirse ligeramente paranoico e incluso preguntarse si sus pensamientos eran suyos. Pero ese era el primer paso a la locura. Midwinter no podía cuestionarse todas sus decisiones. Estaba razonablemente seguro de que su mente, por el momento, seguía perteneciéndole. Por lo menos, ser consciente de los supuestos encantamientos que le afectaban le daba un poco de auto-conocimiento. Podía sospechar de cualquier pensamiento por si era intrusivo, pero tenía que confiar en sus instintos. Le habían mantenido con vida todo este tiempo y, ¿qué más tenía si no?
El posadero aceptó su dinero y no pareció molestarse por su llegada, a altas horas de la noche y sin avisar. Poco después, cerró la puerta de su habitación y volvió a estar solo. Creía que le costaría conciliar el sueño dada su ansiedad acuciante, pero casi en cuanto su cabeza tocó la almohada tras apagar la llama de la vela, una oscuridad reconfortante le reclamó.
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Orin Midwinter se encontraba sentado en el extremo de una mesa ancha y plana, en una cámara austera y descolorida. Un cuenco descansaba delante suya, lleno con un líquido que era rojo como la sangre y que parecía ser el único color visible. Una cuchara de plata descansaba sobre la mesa, colocada cuidadosamente junto al cuenco, pero no sentía deseos de tocarla ni de probar el líquido, aunque sabía que lo habían servido para él. Se sentía pequeño, sentado en una silla con un respaldo alto y con patas que se estiraban más lejos de lo que parecía posible. Le colgaban las piernas; sus pies no tocaban el suelo. La silla era particularmente incómoda, como si no hubiese sido construida para las proporciones humanas.
¿Era un sueño? Tenía que serlo.
No había más sillas en la mesa y, justo en el otro extremo, se encontraban unas escaleras que conducían a un área elevada donde se situaba algo parecido a un espejo, pero su superficie lisa era completamente negra y su marco de hierro, retorcido y oscuro, tenía la forma de unas ramas nudosas. De vez en cuando, sentía un temblor que recorría su silla y oía el sonido lejano y profundo de algo rompiéndose. En respuesta, la superficie negra del espejo se ondulaba formando ondas circulares, como si fuera el agua de un lago siendo alterada.
Una columna de humo arremolinado apareció en mitad de las escaleras que tenía delante. Una luz naranja y rojiza latía dentro del humo, como las ascuas de la madera en una hoguera que se extinguía. Al poco tiempo, la parte superior de este humo tomó la forma de una figura pálida adornada con una túnica y una capucha negras, y que sujetaba un grueso tomo en una de sus delgadas manos. Tiras de tela inscritas con runas colgaban de sus mangas y estaban fijadas a su túnica, moviéndose ligeramente por cuenta propia, como si les agitase un viento imperceptible.
La forma se quedó mirándole con unos ojos rojos y brillantes, y unas pequeñas volutas de humo escarlata salían flotando de ellos. Midwinter estaba aterrorizado y paralizado, clavado a la silla por esa mirada y consciente de que estaba en presencia de un ser de poder inconmensurable. Le habló, aunque las palabras no fueron pronunciadas en voz alta, sino que se manifestaban dentro de su mente.
Orin Midwinter. ¿Me reconoces?
Su espíritu se estremeció en su interior y supo de inmediato que su respuesta se consideraría inadecuada. Abrió la boca para decir "no" pero, en vez de eso, susurró dudando: - ¿Ashoth?
Ese es un nombre. Hace tiempo sabías otros. Llevas fuera demasiado tiempo. Pensaba que podrías haber estado intentando negarme. Escapar del pacto que sellamos con sangre.
Con esta última palabra se produjo otro estremecimiento en la distancia, provocando que el cuenco de sangre brillase como la superficie del espejo negro. Midwinter se encontró arrastrándose hacia atrás y acurrucándose. Quería negar cualquier cosa que la criatura le acusaba de haber hecho ya que su desaprobación era clara, pero no recordaba nada de lo que le había dicho. Había un vacío en su mente. Abrió la boca para explicarse, pero solo consiguió emitir un sonido áspero.
Has sido alterado y casi has fracasado en tu tarea. Consideré reclamarte, pero veo que aún nos puedes resultar útil. Primero, liberaré tu mente. Debes recordar tus obligaciones.
La entidad apareció a su lado en un suspiro, alzándose imponente por encima de él. Habría gritado asustado si hubiese sido capaz de emitir cualquier sonido, pero le faltó el aire. El ente alargó su mano libre y le puso sus dedos fríos en la frente. Sintió un dolor ardiente e insoportable, como si le hubiesen introducido un hierro al rojo vivo a través de los ojos. Mientras retrocedía para huir del dolor producido al arrancarle algo de la mente, la mano que le sujetaba por la frente se contrajo y metió su cara dentro del cuenco de sangre.
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Orin Midwinter se despertó empapado en sudor dentro de la cama de la taberna, con sus sábanas apartadas a un lado. Yació allí, jadeando y sujetándose con fuerza la cabeza, la cual palpitaba dolorosamente acompasando al latido de su corazón.
Su mente volvía a pertenecerle y todos sus recuerdos habían vuelto de golpe. El sueño maravilloso que había sido su vida desde antes de que Julius fuese coronado había desaparecido. El que le había cambiado había sido el inquisidor senior Wilkes Quinn, su amigo y colega. Quinn era un poderoso mesmerista, un arcanista cuyo poder sobre la mente era incomparable. Había necesitado a Midwinter. Necesitaba que estuviese cuerdo y que tuviese su mente bien entera para que cumpliese su tarea, en los tiempos cuando habían sido reclutados por Asheth Magnus para ayudar al joven bastardo Julius, quien había sido criado en secreto para tomar el trono cygnariano.
Quinn había hecho algo más que reunir las piezas rotas de la frágil cordura de Midwinter. Eso no había bastado para asegurarse su cooperación, ya que Midwinter había prestado juramentos más fuertes y profundos. Su determinación por ver a Vinter Raelthorne restituido había sido más que mera lealtad. Había estado bajo el control de unos seres superiores, unos a los que había recurrido desesperado durante sus peores años, mientras estaba huido y le buscaban, cuando su salud comenzó a fallarle, viéndose azotado por una enfermedad que habría reclamado su vida. Había buscado una solución en los únicos seres que estaba seguro que podían proporcionársela.
Midwinter se puso en pie tambaleándose, sujetándose aún la cabeza con fuerza, y se fue a la habitación del espejo. Vio una cara retorcida que le devolvía la mirada. Sentía que la delicada red de compulsiones que habían mantenido su mente sujeta había desaparecido. Volvía a ser él mismo, y era repugnante.
- Te llamé Ashoth. Los iniciados inferiores creen que eres Ariphon, Kylophelion o una docena de otros nombres. Pero cuando tu poder está en su cúlmen, eres Agathon. Eres el que termina con los sueños. El que toma nombres. La voz en la oscuridad. Y yo soy tu siervo.
Las palabras le calmaron los nervios, le recordaron cuál era su sitio, su dignidad y su propósito.
Había mucho por hacer.
Gracias por el trasfondo
ResponderEliminarNo hay de qué! ;)
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