Por Douglas Seacat
Nadie pedía ser asignado a las fuerzas del komandante Orsus Zoktavir. O, al menos, como pensaba el teniente Nikhil Telmienov, nadie cuerdo haría una petición como esa. Desde luego, él nunca había soñado con hacer algo así. Estos eran algunos de los pensamientos que rondaban por su cabeza no mucho después de ser transferido para unirse a los hombres y mujeres, extraños y hoscos, que servían al Carnicero de Khardov.
Se sentía bastante orgulloso de haber sido transferido a la prestigiosa 5ª Legión fronteriza pero ese orgullo se había convertido en aprensión casi en cuanto oyó la identidad de su oficial al mando. Había encontrado las barracas de la kompañía asignada a Zoktavir tan ominosas y frías como se había temido. Eran lugares donde los soldados parecían oponerse a una iluminación apropiada y empleaban algunas antorchas dispersas colocadas en los pasillos, las cuales parecían haber sido elegidas específicamente por su habilidad de lanzar ominosas sombras danzantes.
Los soldados de esas kompañías hablaban en tonos más bajos de lo normal, se juntaban de manera conspiratoria y se callaban cuando un recién llegado como Telmienov caminaba entre ellos. Era sujeto a continuas miradas ladinas y asentimientos con la cabeza, los suficientes como para hacerle sentir aislado e inquieto. Como si todo esto no fuera suficiente, a veces, desgarradores de la fatalidad caminaban por los pasillos con sus hojas letales encadenadas a sus muñecas, haciendo que los miembros de la Guardia del invierno saliesen corriendo apresuradamente para apartarse de su camino.
Para Telmienov, la guinda del pastel de sus problemas llegó poco después que él. El kapitán Jukeriev, su superior inmediato, le dijo en voz baja: "un consejo, Teniente. Nunca le menciones el Día de la generosidad al komandante Zoktavir. Si valoras en algo tu vida".
Dado que se había unido a su nueva kompañía a finales del año, esto era desafortunado, ya que el Día de la generosidad y el Festival del invierno siempre habían sido sus fiestas favoritas. Ya era lo bastante duro estar tan lejos de su mujer y de su hija pequeña, pero ahora tendría que fingir que era solo un día normal. Como cualquier otro.
Haciendo caso al consejo de su Kapitán, el Teniente tuvo cuidado de no dar señas de ninguna tendencia frívola o festiva mientras emprendía sus labores matinales rutinarias. Se sorprendió al ver que muchos soldados habían dejado que su disciplina menguara colocando adornos alrededor de sus zonas residenciales. Con el espíritu de intentar evocar cierta sensación de principios de la primavera, era común colgar laureles o fijar ramitas de encina, aunque aquellos con inclinaciones religiosas preferían colocar iconos sagrados, ya fuesen morrowanos o menitas, dependiendo de sus creencias.
Se le ocurrió que estas fuerzas no tendrían a un Kapitán tan protector como el suyo y que carecían de alguien que les advirtiese contra este tabú. Telmienov sentía simpatía por ellos y se preguntó cómo de grande sería la ira del Carnicero. Se sentía en un conflicto, preguntándose si no debía advertir a los demás, aunque hacerlo pudiese parecer un fallo en las normas de etiqueta entre diferentes fuerzas. Quizás el Komandante prefiriese tener a alguien cada año al que poder convertir en un ejemplo.
Tras los primeros ejercicios de entrenamiento, el kapitán Jukeriev fue a recogerlos. Una vez más, la mirada en sus ojos era oscura. "El komandante Zoktavir requiere que todos sus oficiales se presenten en sus habitaciones de inmediato. Va a hacer una declaración".
Era difícil no imaginarse lo peor mientras marchaban rápidamente para cumplir sus órdenes, reuniendo a los demás tenientes y uniéndose a sus contrapartidas. Parecía que el momento predicho había llegado. Aunque aún no había hecho ningún amigo de verdad entre ellos, Telmienov seguía temiendo la perspectiva de ver a sus colegas sometidos a la legendaria furia del Carnicero.
Por alguna razón, llegaron más tarde que el resto y entraron en la oscura sala con el corazón en la boca. Era difícil no imaginársela como uno de las antiguos hogares comunales de los pueblos de las montañas Skirov, donde un señor de la guerra del pasado había reunido a sus escuderos antes de la guerra. Sobre una sección más alta situada en la parte delantera de la sala estaba el hombre gigante al que todos ellos servían, mirándoles amenazadoramente uno por uno mientras iban entrando. Empujaron a Telmienov mientras intentaba encontrar un lugar en el que quedarse de pie y escuchar. La habitación estaba llena de gente y todos los presentes eran oficiales, muchos de ellos veteranos condecorados y cubiertos de cicatrices. También estaban presentes algunos sargentos, los más mayores y curtidos de los oficiales que no estaban al cargo, aquellos en los que más confiaban los oficiales.
- Escuchadme, mis hermanos y hermanas - dijo Orsus Zoktavir con su voz profunda, silenciando todas las demás charlas. - Escuchad bien.
Teniendo en cuenta sus nervios, la iluminación tenue y la intensidad de la mirada de Zoktavir, a Telmienov le costó varios segundos largos darse cuenta de que estaba pasando algo inusual. Primero, cayó en que el Komandante llevaba un atuendo raro y se había atado una larga barba blanca a su barbilla. En su cinturón había una larga tira de muérdago en el que se podían ver bayas rojas. Esto era tan peculiar que, por un momento, Telmienov estaba convencido de que debía estar experimentando algún tipo de crisis emocional a causa del estrés.
- ¿Dónde está el teniente Telmienov? - demandó Zoktavir.
El Teniente no dio un paso adelante sino que más bien fue empujado por aquellos que estaban detrás de él. Se tambaleó durante varios pasos antes de recuperar el equilibrio. Podía sentir como se le ablandaban las rodillas a medida que se acercaba a su Komandante. Al echar un vistazo detrás suya se quedó en shock al ver que la mayoría de los otros oficiales también llevaban símbolos de la fiesta estacional, incluyendo a su propio Kapitán, quien en algún momento había reemplazado su gorra de la Guardia del invierno por una corona de laureles. Su Kapitán le sonrió maliciosamente cuando su mirada se cruzó con la del Teniente. Telmienov se dio cuenta de que tenía la boca abierta de par en par. La cerró y intentó asumir una postura apropiada cuando se giró para encararse con el Komandante.
El Carnicero de Khardov le fulminó con la mirada, con toda la cara enrojecida, y dio un paso adelante. Lo aterrador de su semblante no estaba en absoluto reducido por la extraña barba. Si acaso, se sumaba a la locura que bailaba dentro de sus ojos. - ¡TELMIENOV! - gritó. Luego, con menos volumen, dijo: - ¿Se me ha dado a entender que no celebras el Día de la generosidad? ¿Es esto cierto?
- ¿Qué? ¡No! Señor, pensaba que... - tartamudeó incoherentemente sintiendo como se le congelaba la sangre en las venas.
- No pensaste, Teniente - le interrumpió Zoktavir. - ¿Te crees demasiado bueno para compartir un poco de alegría festiva con tus hermanos y hermanas de armas? ¿Eres demasiado pobre y mísero para dar un regalo a tus subordinados, para mostrar tu aprecio a que sus vidas puedan estar en peligro en cualquier momento? ¿A que cualquiera de nosotros, sin previo aviso, sea obliterado por un obús explosivo, la bala de uno de esos perros sureños o una explosión de rayos en mitad de una tormenta invocada? ¿La vida es tan poco valiosa que no puedes dedicar un día para pensar en los otros antes que en ti mismo?
Mientras que el Carnicero hablaba se le había ido acercando, llegando a erguirse por encima de Telmienov, tan cerca que podía ver una vena latiéndole en la sien. Le rodeaba un aura casi palpable, como si el propio aire estuviese a punto de explotar en su presencia.
Solo gracias al puro terror las rodillas del teniente se encajaron, impidiendo así que cayese. - ¡Komandante! ¡Lo juro, creo en el Día de la generosidad! ¡Prometo ser generoso!
Hubo un momento de silencio y Telmienov estuvo seguro de que estaba a punto de recibir un revés que le iba a hacer cruzar toda la habitación. Un golpe que le hundiría el cráneo. La muerte esperaba.
Pero, entonces, la expresión del Carnicero cambió. Se echó hacia atrás y se rió, un bramido casi tan terrorífico como lo habían sido sus gritos. Un mano gigantesca dio una palmada en el hombro del joven oficial tan fuerte que, inmediatamente, Telmienov cayó de rodillas. Se sentía mareado. La habitación daba vueltas mientras miraba al maníaco sonriente sujetando algo en su otra mano: una cajita envuelta con un lazo negro y rojo.
- Bienvenido a la legión, Teniente - dijo Zoktavir, apretando con los dedos de la mano que estuvo a punto de romper la clavícula de Telmienov. Zoktavir le dio la caja, luego se echó hacia atrás y se le quedó mirando con esos ojos de loco. Añadió, con un susurro intenso: - no me decepciones, ni tampoco a tus hombres. Ni siquiera una vez. Nunca.
En ese mismo momento, mientras su alivio y su terror se fusionaban en una sola cosa, Telmienov comprendió el infierno en el que había entrado.
Entendió, más de lo que había hecho nunca, la importancia del Día de la generosidad.
Para Telmienov, la guinda del pastel de sus problemas llegó poco después que él. El kapitán Jukeriev, su superior inmediato, le dijo en voz baja: "un consejo, Teniente. Nunca le menciones el Día de la generosidad al komandante Zoktavir. Si valoras en algo tu vida".
Dado que se había unido a su nueva kompañía a finales del año, esto era desafortunado, ya que el Día de la generosidad y el Festival del invierno siempre habían sido sus fiestas favoritas. Ya era lo bastante duro estar tan lejos de su mujer y de su hija pequeña, pero ahora tendría que fingir que era solo un día normal. Como cualquier otro.
Haciendo caso al consejo de su Kapitán, el Teniente tuvo cuidado de no dar señas de ninguna tendencia frívola o festiva mientras emprendía sus labores matinales rutinarias. Se sorprendió al ver que muchos soldados habían dejado que su disciplina menguara colocando adornos alrededor de sus zonas residenciales. Con el espíritu de intentar evocar cierta sensación de principios de la primavera, era común colgar laureles o fijar ramitas de encina, aunque aquellos con inclinaciones religiosas preferían colocar iconos sagrados, ya fuesen morrowanos o menitas, dependiendo de sus creencias.
Se le ocurrió que estas fuerzas no tendrían a un Kapitán tan protector como el suyo y que carecían de alguien que les advirtiese contra este tabú. Telmienov sentía simpatía por ellos y se preguntó cómo de grande sería la ira del Carnicero. Se sentía en un conflicto, preguntándose si no debía advertir a los demás, aunque hacerlo pudiese parecer un fallo en las normas de etiqueta entre diferentes fuerzas. Quizás el Komandante prefiriese tener a alguien cada año al que poder convertir en un ejemplo.
Tras los primeros ejercicios de entrenamiento, el kapitán Jukeriev fue a recogerlos. Una vez más, la mirada en sus ojos era oscura. "El komandante Zoktavir requiere que todos sus oficiales se presenten en sus habitaciones de inmediato. Va a hacer una declaración".
Era difícil no imaginarse lo peor mientras marchaban rápidamente para cumplir sus órdenes, reuniendo a los demás tenientes y uniéndose a sus contrapartidas. Parecía que el momento predicho había llegado. Aunque aún no había hecho ningún amigo de verdad entre ellos, Telmienov seguía temiendo la perspectiva de ver a sus colegas sometidos a la legendaria furia del Carnicero.
Por alguna razón, llegaron más tarde que el resto y entraron en la oscura sala con el corazón en la boca. Era difícil no imaginársela como uno de las antiguos hogares comunales de los pueblos de las montañas Skirov, donde un señor de la guerra del pasado había reunido a sus escuderos antes de la guerra. Sobre una sección más alta situada en la parte delantera de la sala estaba el hombre gigante al que todos ellos servían, mirándoles amenazadoramente uno por uno mientras iban entrando. Empujaron a Telmienov mientras intentaba encontrar un lugar en el que quedarse de pie y escuchar. La habitación estaba llena de gente y todos los presentes eran oficiales, muchos de ellos veteranos condecorados y cubiertos de cicatrices. También estaban presentes algunos sargentos, los más mayores y curtidos de los oficiales que no estaban al cargo, aquellos en los que más confiaban los oficiales.
- Escuchadme, mis hermanos y hermanas - dijo Orsus Zoktavir con su voz profunda, silenciando todas las demás charlas. - Escuchad bien.
Teniendo en cuenta sus nervios, la iluminación tenue y la intensidad de la mirada de Zoktavir, a Telmienov le costó varios segundos largos darse cuenta de que estaba pasando algo inusual. Primero, cayó en que el Komandante llevaba un atuendo raro y se había atado una larga barba blanca a su barbilla. En su cinturón había una larga tira de muérdago en el que se podían ver bayas rojas. Esto era tan peculiar que, por un momento, Telmienov estaba convencido de que debía estar experimentando algún tipo de crisis emocional a causa del estrés.
- ¿Dónde está el teniente Telmienov? - demandó Zoktavir.
El Teniente no dio un paso adelante sino que más bien fue empujado por aquellos que estaban detrás de él. Se tambaleó durante varios pasos antes de recuperar el equilibrio. Podía sentir como se le ablandaban las rodillas a medida que se acercaba a su Komandante. Al echar un vistazo detrás suya se quedó en shock al ver que la mayoría de los otros oficiales también llevaban símbolos de la fiesta estacional, incluyendo a su propio Kapitán, quien en algún momento había reemplazado su gorra de la Guardia del invierno por una corona de laureles. Su Kapitán le sonrió maliciosamente cuando su mirada se cruzó con la del Teniente. Telmienov se dio cuenta de que tenía la boca abierta de par en par. La cerró y intentó asumir una postura apropiada cuando se giró para encararse con el Komandante.
El Carnicero de Khardov le fulminó con la mirada, con toda la cara enrojecida, y dio un paso adelante. Lo aterrador de su semblante no estaba en absoluto reducido por la extraña barba. Si acaso, se sumaba a la locura que bailaba dentro de sus ojos. - ¡TELMIENOV! - gritó. Luego, con menos volumen, dijo: - ¿Se me ha dado a entender que no celebras el Día de la generosidad? ¿Es esto cierto?
- ¿Qué? ¡No! Señor, pensaba que... - tartamudeó incoherentemente sintiendo como se le congelaba la sangre en las venas.
- No pensaste, Teniente - le interrumpió Zoktavir. - ¿Te crees demasiado bueno para compartir un poco de alegría festiva con tus hermanos y hermanas de armas? ¿Eres demasiado pobre y mísero para dar un regalo a tus subordinados, para mostrar tu aprecio a que sus vidas puedan estar en peligro en cualquier momento? ¿A que cualquiera de nosotros, sin previo aviso, sea obliterado por un obús explosivo, la bala de uno de esos perros sureños o una explosión de rayos en mitad de una tormenta invocada? ¿La vida es tan poco valiosa que no puedes dedicar un día para pensar en los otros antes que en ti mismo?
Mientras que el Carnicero hablaba se le había ido acercando, llegando a erguirse por encima de Telmienov, tan cerca que podía ver una vena latiéndole en la sien. Le rodeaba un aura casi palpable, como si el propio aire estuviese a punto de explotar en su presencia.
Solo gracias al puro terror las rodillas del teniente se encajaron, impidiendo así que cayese. - ¡Komandante! ¡Lo juro, creo en el Día de la generosidad! ¡Prometo ser generoso!
Hubo un momento de silencio y Telmienov estuvo seguro de que estaba a punto de recibir un revés que le iba a hacer cruzar toda la habitación. Un golpe que le hundiría el cráneo. La muerte esperaba.
Pero, entonces, la expresión del Carnicero cambió. Se echó hacia atrás y se rió, un bramido casi tan terrorífico como lo habían sido sus gritos. Un mano gigantesca dio una palmada en el hombro del joven oficial tan fuerte que, inmediatamente, Telmienov cayó de rodillas. Se sentía mareado. La habitación daba vueltas mientras miraba al maníaco sonriente sujetando algo en su otra mano: una cajita envuelta con un lazo negro y rojo.
- Bienvenido a la legión, Teniente - dijo Zoktavir, apretando con los dedos de la mano que estuvo a punto de romper la clavícula de Telmienov. Zoktavir le dio la caja, luego se echó hacia atrás y se le quedó mirando con esos ojos de loco. Añadió, con un susurro intenso: - no me decepciones, ni tampoco a tus hombres. Ni siquiera una vez. Nunca.
En ese mismo momento, mientras su alivio y su terror se fusionaban en una sola cosa, Telmienov comprendió el infierno en el que había entrado.
Entendió, más de lo que había hecho nunca, la importancia del Día de la generosidad.
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