Los Reinos de Hierro se yerguen sobre los escombros de antiguos feudos dispersos y los hombros de señores de la guerra de antaño. Roca a roca, casa a casa, mediante la sangre, las masacres, el hambre, las plagas, la guerra y los brillantes momentos ocasionales de claridad y auto-consciencia, la humanidad se elaborado un nicho y ha creado una rica historia, aunque desgarrada por la guerra.
Sin embargo, los Reinos de Hierro tienen una percepción muy somera sobre las poderosas fuerzas que se reúnen en las sombras. Es fácil que la gente se vuelva complaciente dentro de sus ciudades amuralladas, creyendo que el mundo exterior está domado. Pero no es más que una tenue ilusión.
La indómita naturaleza se extiende a lo ancho de todos los Reinos de Hierro, donde moran grupos armados con un poder significativo, alguno de ellos más formidables de lo que los reinos civilizados se dignan a reconocer. Los hombres de Immoren occidental están tan desesperados por la seguridad que rechazar reconocer lo frágil que es la civilización. Cualquier reino o imperio puede caer, y las tierras salvajes luchan con uñas y dientes para reclamar todo lo que no puedan defender adecuadamente.
La creación y los dioses de Caen
Los orígenes de los pueblos que habitan las tierras salvajes se remontan a antes de que existiese la palabra escrita, mucho antes del propio lenguaje. Dependen de los mitos y la sabiduría popular para explicar el mundo y su comienzo, y cuentan historias de tiempos anteriores a que ningún ser inteligente caminase por los lugares salvajes. No todas estas leyendas concuerdan y cada pueblo tiene sus propias historias; algunas presentan fuertes contrastes.Los trollkins y otras razas salvajes sostienen que la diosa Dhunia fue la primera en emerger del caos infinito, el origen de todo lo que existió una vez. Su cuerpo se convirtió en el mundo, Caen. Entristecida por el vacío y la soledad, Dhunia lloró, y sus lágrimas se convirtieron en los lagos y los ríos. Las criaturas vivas y las plantas brotaron rápidamente, los pastos y los bosques crecieron, y las aves y las bestias no tardaron en poblar la tierra. Para iluminar el mundo, Dhunia dio forma al sol para el día y a las tres lunas para que brillasen entre las estrellas por la noche. Toda la vida vino de Dhunia.
Al pasar algún tiempo, la Gran madre vio cómo las criaturas se multiplicaban, llenaban las tierras y se comían las plantas más rápido de lo que las nuevas podían crecer. Se dio cuenta de que todas las cosas vivas debían formar parte de ciclo del nacimiento, el crecimiento y la renovación. Supo que debía permitir que hubiese muerte y destrucción en el mundo.
Para hacer esto, Dhunia dio a luz al primer y más formidable depredador de todos: la Sierpe devoradora. La Devoradora era una monstruosidad bestial y cambiante que engendraba una infinidad de horrores y bestias voraces. Su rabia se manifestaba como tormentas y terremotos que dispersaban a los abundantes rebaños. La Sierpe trajo el hambre y la depredación. Cuando la primera criatura viva mató y se comió a otra, allí estaba la Sierpe, probando la sangre y buscando saciar su hambre inextinguible. Pero esta matanza no era suficiente para satisfacerla.
Con el tiempo, la Devoradora se volvió contra Dhunia. Esta conoció el verdadero significado del miedo fugaz que sienten las presas. Al final, la Devoradora superó y devastó a la Gran madre. Con la llegada de la primavera, la Madre deshonrada dio a luz a unos niños que exhibían cualidades divinas de sus padres: la capacidad de ser salvajes y violentos, pero también nobles y honorables. En momentos distintos, estas razas se han acercado más a uno u otro de sus padres primigenios, dedicando su adoración a Dhunia o a la Sierpe devoradora.
Deseosa de retrasar las depredaciones de la Gran bestia, Dhunia favoreció a un hábil cazador de entre los más fuertes y astutos de sus hijos: Menoth, el dios de la humanidad. Dhunia le otorgó el poder, la virilidad y la fuerza para combatir a la Sierpe. Sus choques les llevaron a recorrer toda la faz de Caen, cambiando la forma de los continentes y destruyendo incluso las montañas. Allá por donde pasó Menoth mientras cazaba a la Sierpe, la humanidad se alzó, consumida por el mismo deseo de domar lo salvaje y de combatir a la oscuridad.
Menoth acabó persiguiendo a la Sierpe fuera de Caen, hasta el reino sombrío nacido de los horribles sueños de la Devoradora: un lugar llamado Urcaen, donde los espíritus de los muertos iban a unirse con sus dioses. No era necesario que los hijos de Dhunia pasaran por Urcaen. Esta permitía que sus almas volviesen a ella y renaciesen de nuevo. La mayoría de los dhunianos no conciben el concepto de "más allá", aunque algunos de los que sirven a la Sierpe esperan llegar a Urcaen para unirse a la Devoradora en sus interminables cazas.
El ascenso y la caída de los molgurs
Antes de las primeras civilizaciones humanas estaban los molgurs, una confederación de tribus poco definida. Los molgurs surgieron a partir de las luchas por la dominación y la supervivencia entre trollkins, ogruns, goblins y los humanos que adoraban a la Sierpe devoradora.Los molgurs no temían en absoluto a las tierras salvajes. Sus tribus habitaban todas las altas montañas y los profundos bosques de la tierra, cazaban bestias, guerreaban entre sí y reverenciaban a su dios primigenio.
Los molgurs no respondían a ninguna autoridad central: cada tribu era dirigida por sus propios caciques. A menudo, las tribus chocaban entre sí, ya fuese compitiendo por recursos, por territorios o por esclavos (o, simplemente, por el mero placer de derramar algo de sangre). Solo se unieron cuando tuvieron que enfrentarse a una amenaza tan grande que ninguna tribu habría sido capaz de superar por sí sola. Durante un tiempo, los molgurs dominaron gran parte de Immoren occidental, aunque su expansión estuvo limitada por otras tribus sin afiliación del este.
Con el paso del tiempo las civilizaciones humanas empezaron a arraigar a causa de las depredaciones de los molgurs y, también, a pesar de ellas. Asustados de las bestias voraces que les acechaban en las tierras salvajes, estos pueblos se unieron y buscaron la protección de su casi olvidado creador, Menoth. Durante algún tiempo, la civilización menita original y los molgurs estuvieron separados por la geografía y la distancia, hasta que el Tiempo del cielo ardiente convirtió las antaño fértiles tierras situadas al este del río Negro en puros desiertos de arena. Los menitas se desplazaron al oeste y erigieron nuevas ciudades y granjas. Estas nuevas avanzadas de la civilización empezaron a ocupar territorios controlados por las tribus bárbaras, encendiendo la chispa de un conflicto que no haría más que escalar a lo largo del tiempo. Lo que comenzó con pequeños asaltos y escaramuzas de represalia acabó creciendo hasta convertirse en enfrentamientos de gran envergadura entre los ejércitos civilizados y las hordas molgurs.
Al principio, estos asentamientos menitas no suponían un reto en absoluto para las tribus bárbaras. Los molgurs estaban desconcertados por estas aldeas sedentarias, las cuales parecían estar situadas de manera idónea para darles caza. Durante bastante tiempo, los molgurs se contentaban con asaltarlas a placer cuando y como querían. Pero a medida que los asentados incrementaban sus defensas y sus muros crecían, las incursiones de los molgurs se volvían cada vez menos exitosas e, incluso, empezaron a ser expulsados de sus terrenos de caza.
Los ejércitos de los humanos civilizados crecían a medida que sus territorios se expandían y, pronto, fueron enviados a vengarse de los molgurs más cercanos. Estos ejércitos, compuestos por menitas bien equipados, fueron los primeros que supusieron una auténtica amenaza para los molgurs. Aunque los bárbaros eran más feroces, los ejércitos civilizados contaban con armas de acero y formidables armaduras, así como arcos que podían disparar flechas a grandes distancias. Las tierras que tomaban los menitas, las protegían y las fortificaban. Aunque los molgurs continuaron asaltando los asentamientos humanos cuando y donde tenían la capacidad para hacerlo, ya estaban entrando en decadencia. Las tribus se vieron forzadas a luchar entre sí por los escasos recursos y a consolidarse en un número menor de pueblos, aunque de mayor tamaño.
Aunque los molgurs y los asentamientos menitas se enfrentaron en innumerables batallas en los valles de los ríos, ningún bando era capaz de derrotar al otro, manteniendo así un punto muerto extremadamente sangriento que continuó durante generaciones. No fue hasta la ascensión del rey-sacerdote Golivant, todo un fanático menita, sediento de sangre y gobernador de las tierras de Calacia en la desembocadura del río Negro, que cambiaron las tornas. Construyó la Muralla de Thrace para proteger a su pueblo de los molgurs, expandió notablemente los ejércitos de Calacia y, cuando estuvo listo, inició las primeras cruzadas menitas con la intención de masacrar a cualquiera que adorase a la Sierpe devoradora.
En respuesta a las sanguinarias cruzadas, los molgurs se unieron bajo el mando del cacique trollkin Horfar Grimmr, quien blandía el hacha Rathrok, la Rompemundos. Las leyendas contaban que investía al portador con el hambre de la Sierpe. Con esta hacha en manos de su líder y respaldados por todo el poderío de los salvajes molgurs, la victoria contra las fuerzas de Calacia parecía asegurada.
La horda molgur de Grimmr era la más grande y fuerte que jamás se había reunido. Salió de las montañas Murosierpe hacia un enfrentamiento en el que estaba en juego el mismísimo destino de la civilización. Allí donde atacaron, superaron a los defensores y, durante un tiempo, los molgurs saquearon el núcleo de Calacia. Grimmr pretendía contener a sus seguidores, llevarlos de vuelta a la muralla y prepararse para la inminente batalla, ya que sabía que Golivant aún no había mostrado todo su poder. Pero no era fácil controlar a los jefes molgurs. Embriagados por el sabor de la victoria, se desmandaron, ignorando sus advertencias.
Cuando Golivant atacó, sus disciplinadas legiones masacraron a los desorganizados bárbaros. A medida que los molgurs cedían terreno, aumentaba su desesperación, y muchos miles se desmoralizaron y huyeron hacia las montañas. Para cuando las fuerzas de Golivant rodearon a Horfar Grimmr ya solo quedaban los guerreros más decididos. Aunque mató a muchos, el cacique trollkin acabó siendo reducido y capturado con vida. Lo sometieron a las peores torturas durante días antes de que le reclamara la muerte. Lanzó maldiciones de desafío y se negó a rendirse. Sus palabras serían recordadas por las generaciones posteriores, conservando un gran poder incluso mucho después de su muerte.
La dispersión de las tribus
Aunque tardarían muchos siglos en extinguirse completamente, los molgurs habían recibido un golpe fatal con la muerte de Horfar Grimmr. El rey-sacerdote Golivant y sus descendientes continuaron expandiendo su reino, y se dedicaron a iniciar extensas y despiadadas cruzadas contra los adoradores de la Sierpe. Sus ejércitos dieron caza a los molgurs, quemando sus aldeas y erradicándoles allí donde los encontraban. Estas tribus abandonaron por completo las montañas Murosierpe, dispersándose por el lejano norte y las islas del oeste.Las tribus más grandes se dirigieron al norte, aunque tampoco encontrarían allí el descanso que buscaban. El rey-sacerdote Khardovic se alzó de entre los señores de los caballos de las llanuras de más allá de Morrdh y comenzó sus propias cruzadas. Los únicos lugares en los que los adoradores de la Sierpe consiguieron sobrevivir y esquivar la espada y la llama fueron entre las montañas impasables y los bosques más profundos. Con el paso del tiempo no quedó nadie que se identificase como molgur, aunque su legado aún está vigente hoy en día.
La dispersión de los molgurs tuvo un impacto duradero en casi todos los pueblos que vivían en las tierras salvajes. La armonía entre las razas molgurs no duró demasiado, ya que todos los esfuerzos estaban centrados en la supervivencia. A los humanos que estaban dispuestos a abandonar sus costumbres bárbaras se les permitió convertirse y adorar a Menoth, pero los menitas veían a las otras razas como sirvientes impenitentes de la Sierpe. Masacradas y expulsadas de sus territorios, estas razas menguaron y se vieron obligadas a buscar lugares remotos donde poder subsistir frugalmente.
Algunos bárbaros se negaron a arrodillarse. Los pueblos que se convertirían en los tharns sobrevivieron a las primeras cruzadas menitas, al igual que otras cuantas tribus de humanos salvajes. Aunque perduraron, fueron empujados hacia las fronteras, quedándose únicamente en aquellas tierras que los menitas no pudieron subyugar con facilidad. Estos pueblos no abandonaron a la Sierpe, aunque su adoración cambió las ofrendas de sangre ganadas en las guerras por reverencias a tótems de animales depredadores a los que pedían ayuda en sus cacerías.
Como resultado de las adversidades a las que se enfrentaron estas tribus, muchos gobbers, bogrins, ogruns y trollkins abandonaron totalmente la adoración a la Sierpe devoradora. Seguían reconociéndola como su padre divino, pero pasaron a adorar a su madre divina, Dhunia, cuyos poderes de fertilidad eran mucho más necesarios en aquel entonces. Esto tuvo un gran impacto en las culturas de estas razas, creando comunidades y jerarquías basadas en torno a las familias y en honrar a los sabios ancianos antes que a los audaces caciques de guerra.
Este despertar dhuniano fue más profundo entre los kriels trollkins, dando lugar a una poderosa afinidad mutua. Los chamanes dhunianos empezaron a explorar los lazos de sangre que conectaban a los trollkins con los trolls purasangre, y acabaron acercándose más a los trolls y aprendiendo a comunicarse con ellos. Los trolls purasangre respondieron a la llamada para unirse a los kriels. Esta relación permitió la aparición de warlocks trollkins, quienes podían comunicarse con los trolls y dirigirlos en las batallas. Con criaturas así apoyándoles, los kriels prosperaron.
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