Justo al sur de la garganta Marcaladera, 1 de khadoven del 605 AR
Edward Dominick Darius miraba por la ventana del Sambert Limited cómo pasaban las colinas y los árboles dispersos que puntuaban el paisaje del este de las montañas Murosierpe. Perdido en sus pensamientos, doblaba y desdoblaba inconscientemente la pequeña nota de papel que le había dado un guardabosques de aspecto cansado en la última parada de trenes. Darius ya llevaba un tiempo reflexionando acerca de su re-asignación para escoltar a este tren de suministros de Caspia a Bainsmarket, especialmente ya que estas nuevas órdenes habían terminado pronto y abruptamente con su tan esperado permiso, el cual había pasado refinando alegremente prototipos de calderas a vapor para la Armería cygnariana. Tras unos pocos minutos usando el mensaje en una de las máquinas de cifrado más sencillas del SRC, todo había quedado claro:
"Capitán E. Dominick Darius. Posible ataque inminente contra tren de suministros cygnariano Sambert Limited. Avistados saboteadores del Protectorado. Alta prioridad: entrega segura de cinco docenas de siervos de guerra pesados variados mas cargamento militar. Los refuerzos no llegarán a tiempo. No alerte al personal del tren."
No había firma que identificase al autor del despacho, solo el catalejo y la llave que eran la insignia del Servicio de Reconocimiento Cygnariano.
Era imposible no sentir cierta ansiedad ante esta vaga advertencia. Como mecániko, Darius siempre atacaba cualquier problema (sin importar lo leve que fuera) con un enfoque directo y analítico. Le enervaba la idea de que los sul-menitas fuesen tan atrevidos como para atacar a un tren de suministros militares tan lejos de la frontera, y le resultaba difícil imaginar cómo podía siquiera ser posible. Si se producía un ataque este estaría preparado para neutralizar las armas del tren, lo que le dejaba a él como su única protección, ya que no se esperarían a un warcaster. Hurgándose el oído derecho, Darius se dio cuenta de que su humor se estaba oscureciendo. La sensación del tren reduciendo la velocidad le sacó de su ensimismamiento.
Le llegó una voz amable proveniente de la puerta de su cabina. - Lamento molestarle Capitán. - Era el sargento Dowdes, uno de los ingenieros militares que trabajaban en las líneas de suministros. Continuó: - usted quería que se le avisase si pasaba cualquier cosa extraña.
Darius intentó mantener su expresión neutral mientras decía: - siga Sargento.
- Nos acercábamos al Marcaladera cuando el conductor avistó una pila de escombros justo en el centro del cruce. Nos estamos deteniendo y estábamos a punto de enviar a algunos de nuestros chicos a despejar el camino, pero me acordé de sus órdenes - dijo el joven sargento.
Darius sintió como se le aceleraba el corazón. Sus instintos le decían que no era ninguna coincidencia. Si el Protectorado iba a intentar emboscarles, el Marcaladera era el sitio perfecto.
- Probablemente no sea nada, Capitán - dijo Dowdes de forma casual. - Nuestros chicos pueden tener las vías despejadas antes de que se dé cuenta.
Darius bajó la mirada al arrugado trozo de papel. Siguiendo las órdenes de la carta, debería dejar a Dowdes y a sus hombres limpiar el camino. Si esto fuera realmente una emboscada, estaba seguro de que eso implicaría sus muertes, pero si fuese a ver la obstrucción personalmente podría resultar ser una distracción con la intención de sacar al personal del tren y dejar a su cargamento vulnerable. Deseó haber traído con él un warjack ligero rápido, como un Hunter o un Charger, pero había supuesto que las torretas artilladas del tren serían suficientes para protegerles de las amenazas a distancia peor armadas, así que en vez de eso se había traído a Hullsworth y a Clunker, un Centurion viejo y un Hammersmith inestable. Los dos pesados eran máquinas poderosas, pero su tamaño y su masa no eran los apropiados para que se quedarsen solos en mitad del puente durante una emboscada. Darius sintió el peso de lo limitado de sus opciones. Tenía que hacer que el tren atravesase ese puente y se alejase de cualquier posible punto de emboscada. Dudaba de que el grupo de emboscadores fuese capaz de alcanzarles si se volvían a poner en marcha. El asunto se reducía a elegir entre el cargamento y el personal. Había casi veinte almas trabajando en este tren.
- Capitán, ¿sus órdenes?
Darius recordó una conversación seria a altas horas de la noche con su amigo y mentor Arlan Strangeways. Mientras los dos se compadecían con una botella de uiske sobre la vida de los mecánikos militares, el hombre mayor, normalmente el más hosco, se volvió inusitadamente reflexivo. Él dijo: "todo lo que debería importaros, jóvenes cabezatuercas, es demostrar que sois los mejores con la llave inglesa, pero el deber de nuestro oficio no es mantener las riostras alineadas ni el aceite bombeando. Es mantener las máquinas que protegen a nuestro pueblo.
Darius se levantó se su asiento.
- Sargento, lleve a todos los de este tren a los dos últimos vagones. Estamos a punto de ser atacados.
- No temáis el momento de vuestra muerte. No es un tiempo de lamentos, sino de regocijo. Es el precio que debemos pagar para viajar a la Ciudad del Hombre y bañarnos en la luz dorada de la presencia de Menoth por toda la eternidad.
Al igual que los otros píos menitas que le rodeaban, Darmon susurró para sí mismo las palabras del sacerdote. El aire frío y cortante de las montañas les robaba la voz y la arrastraba lejos.
- Buscamos tu mano divina en esta hora de necesidad. Ilumínanos, de forma que podamos acabar con tus enemigos. Bendice y guía nuestras espadas, alimenta nuestras llamas y sostennos con tu glorioso fuego.
Las palabras le confortaban. Cada vez que las oía, encendían una chispa en su alma, calentándole como podía hacerlo el sentarse cerca de un fuego. Había compartido algunas partes de ese sermón con sus compañeros heridos mientras morían entre sus brazos, tras luchar para atravesar kilómetros y kilómetros de tierras salvajes cygnarianas. Siempre se había guardado las palabras sobre la calidez y el confort de la sagrada luz de Menoth para el momento en el que veía el brillo de la vida desvanecerse de sus ojos.
- Hermanos míos, - dijo uno de los vigías desde su percha - se aproxima el tren.
El cuerpo de Darmon se estremeció a causa de su fervor religioso. A juzgar por las caras de Alad, Shireeya y los demás, a ellos les había pasado lo mismo. Mientras se arrastraban hacia la barricada, un sacerdote de batalla encorvado llamado Sivius se movió con ellos, apoyando sus viejos huesos en un bastón con un menofijo en la punta.
El grupo se movía a través del Puente de las Marcas, una enorme estructura de piedra y acero que abarcaba todo el ancho de la garganta Marcaladera. Entre las vigas de madera, Darmon podía ver la larga caída hasta el río que corría por debajo, donde otros menitas fieles trepaban por el entramado de soportes y preparaban cargas explosivas.
- Intenta no mirar abajo - dijo Shireeya, cogiéndole del bíceps.
La cara ancha de Alad le sonrió, con el blanco de sus dientes destacando sobre el marrón oscuro de su piel idriana. - Darmon sueña con volar - dijo Alad. - En la Ciudad volaremos juntos, hermano.
Darmon le devolvió la sonrisa a Alad y siguió moviéndose, a pesar de los latidos de su estómago y la ligereza de su cabeza.
Uno por uno, su grupo se unió a los fanáticos que ya estaban agachados detrás de la barricada de las vías. Se habían quedado agazapados para permanecer fuera de la vista. Los fanáticos espiaban al distante tren a través de huecos, con bombas de fuego esperando en sus manos. Darmon reconoció a uno como Shijad Al-Rajad. El hombre era panadero en su pueblo, muy conocido por los pasteles dulces de miel que vendía. Puede que fuese panadero, pero ahora su expresión transmitía su disposición a llevar la violencia a los no creyentes.
El tren cygnariano era una bestia de guerra, tan alto como un edificio de dos plantas. Un espeso blindaje protegía el casco de la máquina, la cual se había detenido a varios vagones de distancia del Puente de las Marcas. Un maestro de armas que estaba midiendo la distancia al tren con un aparato de bronce chasqueó la lengua. Darmon supuso que se había detenido demasiado lejos de su barricada como para que le alcanzasen los cohetes martillo celestial. De todos modos, dudó de que tuviesen mucho efecto sobre él.
- ¿Por qué se han parado tan lejos? - preguntó alguien.
- Esa siempre fue una de las incertidumbres de esta misión - respondió el sacerdote, al que la máscara de su cara ahogaba sus palabras. - Con fe, perseveraremos. Eliminar el puente es más importante que destruir el tren.
De repente, unos chorros de vapor salieron de los lados de la máquina y una fina línea de humo se alzó desde su chimenea. Las torretas armadas que estaban sobre los vagones de más atrás rotaron unos pocos grados, primero hacia un lado y luego hacia el otro, como si estuvieran examinando el paisaje en busca de señales de peligro.
- Vuestros hermanos y hermanas se preparan por debajo de nosotros - continuó el sacerdote. - Debemos atraer la atención de los no creyentes hasta que completen su tarea. Lo que hacemos hoy resonará a través de los tiempos, hijos míos. Nuestros nombres ya están inscritos en el libro de Menoth.
- En su nombre - dijo Shireeya. Unos cuantos más repitieron sus palabras.
- En el nombre del Creador y la Ley - ratificó Sivius.
El anciano se movió para levantar su bastón-menofijo y hacer una señal a los que estaban escondidos en los árboles, pero al ver a tres formas saliendo del tren contuvo su mano. Aunque ocultas por las ondeantes nubes de vapor, se podía ver que sus siluetas eran mucho más grandes y voluminosas que las de un hombre.
Una a una, salieron pesadamente de entre la niebla. Darmon creyó reconocer dos de los cuerpos pesados azules celestes. Warjacks, con los intensos colores del ejército de Cygnar. La tercera forma era achaparrada y deforme, con un peculiar tercer brazo en forma de grúa meciéndose sobre uno de sus hombros y un cañón rechoncho en el otro. Sus movimientos eran raros, careciendo de la seguridad mecánica de un steamjack.
- Nuestro enemigo se acerca - dijo Alad.
- No les decepcionemos - dijo el sacerdote, aunque a Darmon le pareció que la voz del hombre sonaba seca y ronca, como si su garganta estuviese atenazada por el miedo. Poco podían hacer contra un enemigo así.
La más pequeña de las tres máquinas se acercó al borde del puente. Colocó un pie con cuidado sobre una viga, comprobó si podía resistir su peso y, luego, dio un paso atrás para estudiar el camino que tenía por delante.
- Son demasiado pesados - dijo Darmon sorprendido.
Alad frunció el ceño. - No más pesados que un tren.
- Los trenes reparten su peso a la vez sobre varios travesaños - explicó Darmon, apretando su mano abierta sobre su otra palma. - Ellos no pueden hacer eso. Tienen que pisarlos de uno en uno, como hicimos nosotros.
- Menoth nos sonríe - dijo Shireeya. - No pueden acercarse.
Ella tenía razón. Más o menos. El más pequeño de los tres hizo unos gestos a los dos warjacks más pesados, los cuales dieron unos pasos tentativos sobre el borde del empinado barranco. El más pequeño volvió a las vigas, cauteloso al principio pero ganando confianza con cada paso. Al acercarse, Darmon pudo ver la cara pálida de un hombre escondida dentro de la armadura pesada azul.
- Es un hombre - dijo con un ligero asombro. El hombre debía estar llevando algún tipo de armadura pesada a vapor, como los Man-O-Wars de Khador. Parecía incluso más aparatosa que la que llevaban los bastiones ejemplares.
- Entonces le mandaremos a Urcaen - dijo Sivius.
- Es hora de levantarse, chicos - dijo, golpeando un lado de su armadura con su llave inglesa.
Con el ruido zumbante de la maquinaria en funcionamiento, los halfjacks se escabulleron a través del puerto trasero y repiquetearon sobre las vías que estaban detrás de él. Las máquinas simples se tomaron un momento para orientarse, escaneando sus alrededores con su único ojo en forma de media luna. Darius mandó una orden mental a Hullsworth y a Clunker, mandándoles que vigilasen en busca de cualquier cosa sospechosa.
Con su martillo sísmico en una mano y su llave inglesa en la otra, Darius se aproximó a la barricada.
- ¿Qué son esas cosas? - susurró Darmon. Tres máquinas pequeñas y esféricas habían caído de la armadura del hombre como si fuesen garrapatas metálicas. Saltaban de una viga de la vía a otra con sus patas larguiruchas, por delante de su amo.
- Problemas - dijo Alad, levantando una bomba de fuego.
El maestro de armas susurró a su cuadro en el mismo momento en el que el hombre blindado se puso dentro de su alcance. Cada uno de sus libertadores murmuró un rezo corto y encendió la mecha de su cohete.
Con un chillido y una nube de humo, la batalla comenzó. Los cohetes salieron disparados hacia el cielo, dejando atrás un rastro de humo blanco.
Darmon rugió un grito de batalla y salió de su cobertura, lanzando su primera bomba de fuego. Esta detonó formando una flor de fuego que cayó al río que tenían debajo, quedándose muy corta de su objetivo. Los demás fanáticos se levantaron y lanzaron sus proyectiles, haciendo que una cortina de fuego ondeante les separase del hombre que se acercaba a ellos y envolviéndole en llamas. Un latido más tarde cayeron los cohetes martillo celestial, algunos de ellos golpeando la estructura del puente y, los demás, cayendo lejos para impactar en las laderas del barranco.
- ¡Por el Jerarca! - gritó Darmon.
Su euforia se apagó en cuanto el hombre blindado emergió de entre las llamas. Un nimbo de energía blanquiazul le envolvía, chispeando como si estuviese hecho de relámpagos.
Darmon había oído hablar de los campos de fuerza pero nunca había visto uno con sus propios ojos. "No es un mero hombre", pensó. "Es un warcaster cygnariano". La boca le sabía a cenizas.
El warcaster señaló con un dedo a la barricada, indicando a sus extrañas maquinitas que corriesen hacia delante. Una de ellas correteó por el riel de metal de la vía con sus pies haciendo un ritmo repiqueteante. Cuando alcanzó la barricada, se produjo un ruido atronador y un estallido.
La explosión derribó a Darmon. Trocitos de madera y de cuerpos cayeron sobre él.
Alad saltó sobre la barricada con dos bombas de fuego en sus manos. Las lanzó, primero una y luego la otra, a otra de las máquinas que corría hacia ellos, la cual explotó a varios metros de su posición. El idriano gritó triunfante pero, entonces, el cañón del warcaster ladró.
Alad salió volando hacia atrás con su pecho convertido en una ruina sanguinolenta. Su cuerpo cayó del puente y se precipitó hacia los árboles de debajo.
Darmon se levantó y vio que seguía saliendo un poco de humo del cañón a causa del disparo que había matado a Alad. Aún le quedaba otro disparo.
- Contenedle, mis niños - gritó el sacerdote, apuntando al warcaster con su bastón. Los fanáticos respondieron con un grito ferviente y salieron de sus escondites desde detrás de la barricada. Media docena de ellos corrían hacia delante a toda velocidad, blandiendo garrotes y bombas de fuego.
La armadura a vapor del hombre soltó un silbido agudo cuando se movió para recibirlos. Con un golpe de su enorme martillo tiró a dos fanáticos por los lados del puente. Gritaron mientras caían, y el sonido se fue desvaneciendo hasta acallarse de golpe. El tercer brazo mecániko del warcaster se desplegó igual que la garra de una mantis, agarrando a otro hombre por la cabeza y aplastándole el cráneo. Al-Rajad el panadero se lanzó contra el cygnariano soltando un grito de guerra ululante y dejando caer su maza sobre el caparazón blindado del warcaster. Este respondió con un golpe de revés que hizo que Al-Rajad girase sobre sí mismo. Luego, aplastó el pecho del hombre entre su llave inglesa y su martillo. Roto, Al-Rajad se desplomó, cayendo hasta perderse fuera de la vista.
Mientras el hombre machacaba a sus oponentes, la última maquinita salió corriendo a toda velocidad entre las piernas de los fanáticos hasta estar rodeada y detonar. Cuerpos mutilados y quemados salieron volando en todas direcciones.
El sacerdote cantaba un himno de batalla sagrada mientras otra oleada de fanáticos corría hacia adelante. Darmon miró hacia abajo para ver dónde habían caído los cuerpos y vio a sus compañeros sul-menitas trepando como hormigas por la celosía del puente. Esquivaban los maderos ardiendo y los escombros que caían, intentando completar su trabajo.
Darmon vio como el warcaster se daba cuenta de los guerreros que estaban por debajo. Hizo unas señales a los dos warjacks pesados que había dejado atrás. Estos avanzaron entre los vagones del tren y Darmon oyó un sonido como el de dos piezas de metal separándose. El warcaster se preparó para el impacto dentro de su armadura pesada mientras el cañón de su hombro se inclinaba hacia abajo.
- ¡No! - gritó Darmon, saltando por encima de la barricada. Corrió hacia delante a toda prisa, sacando una bomba tras otra de su bolso y lanzándolas a su enemigo.
- ¡Ilumínanos, para que podamos acabar con nuestros enemigos! - gritó al detonar la primera bomba. - ¡Bendícenos y guía nuestras espadas!
La segunda rebotó en la armadura del warcaster y explotó.
Menoth debía haber guiado su mano, ya que todas las bombas, una tras otra, impactaron al warcaster, envolviéndole en un penacho de llamas al rojo vivo. El corazón de Darmon martilleaba en su pecho, y su espíritu ardía como el fuego que quemaba las vigas de madera del puente y que volvía colorados los raíles.
El warcaster cygnariano emergió de entre las llamas. Las bombas de Darmon apenas habían conseguido hacer unas ampollas en el esmalte azul de su armadura.
Darmon se sintió frío y mareado al encontrarse solo y de pie enfrente de ese monstruo de vapor y acero. Echó una mirada hacia atrás, adonde Shireeya y el sacerdote seguían detrás de la barricada.
El puente tembló cuando el warcaster cargó.
Darmon cerró los ojos. "No temáis el momento..."
Por debajo suya, los saboteadores terminaron su trabajo. El rugido de una explosión inundó el mundo y bañó con fuego a Darmon.
Durante lo que pareció una eternidad, el mundo estuvo compuesto enteramente de luz cegadora, humo asfixiante y el sonido ensordecedor del acero entrechocando. Entonces, tan pronto como empezó, el caos paró, dando paso a un pitido en sus oídos que se fue apagando hasta convertirse en un silencio profundo. Darius abrió los ojos sin estar seguro de qué le sorprendía más: el hecho de seguir vivo o de encontrarse a sí mismo (y a su traje) suspendidos en mitad del aire.
Darius miró hacia arriba y sonrió al ver a su vieja grúa enganchada en una de las pocas riostras de apoyo que quedaban, situada a unos cuatro metros por encima de su cabeza. El warcaster ni siquiera recordaba haber activado el brazo antes de la explosión.
- Gracias, vieja amiga - dijo Darius a su maltratada armadura mientras tiraba con cuidado de las palancas que controlaban los cables de alta fuerza de tensión de la grúa. - Solo aguanta un poquito más.
Mientras subía, palmo a palmo, hacia la relativa seguridad de lo que quedaba del Puente de las Marcas, reconstruyó mentalmente lo que había pasado. La información que había recibido era errónea. Los menitas no iban a por el tren, sino a por el propio puente. La explosión había causado el colapso de la mayor parte del centro del puente, enviando a los vagones delanteros del Sambert Limited a su destrucción al fondo del Marcaladera. Sintió una punzada de alarma al preguntarse si Hullsworth y Clunker habían recibido su orden mental a tiempo de desacoplar los de atrás.
Al llegar al final del cable, Darius usó su martillo sísmico y su gran llave inglesa para agarrarse a un trozo de raíl cercano. Este chirrió y gemió cuando tiró de él, pero consiguió trepar hasta ponerse a salvo. Mientras volvía, vio como Hullsworth y Clunker, la pareja de warjacks, soltaban un chorro de vapor al ver a su amo. Detrás de ellos, Darius podía ver los dos últimos vagones del tren, desacoplados tal y como había esperado. El personal del Sambert Limited estaba saliendo por las puertas corredizas, algunos de ellos mirando el puente destruido con incredulidad.
Darius consideró que había sido una debacle. Había matado a los saboteadores... pero demasiado tarde. Había perdido su cargamento militar, el tren de suministros, y Cygnar había perdido uno de sus puentes más importantes. Pensó por un momento que iba a ser degradado y tuvo que tragar saliva para quitarse el nudo de la garganta. Intentó ser optimista. Cygnar necesitaba warcasters, así que tenían que mantenerle en su puesto... ¿no? Se imaginó compartiendo una cerveza con el teniente Allister Caine en alguna taberna de oficiales de mala fama y casi se echó a llorar. Pero entonces, miró hacia atrás y vio las caras del personal del tren, de aquellos que casi seguro hubiesen perecido de no ser por él. Quizás había elegido mal, pero de entre todas las malas elecciones, al menos esta le permitiría dormir profundamente esta noche.
Darius se levantó se su asiento.
- Sargento, lleve a todos los de este tren a los dos últimos vagones. Estamos a punto de ser atacados.
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- No temáis el momento de vuestra muerte. No es un tiempo de lamentos, sino de regocijo. Es el precio que debemos pagar para viajar a la Ciudad del Hombre y bañarnos en la luz dorada de la presencia de Menoth por toda la eternidad.
Al igual que los otros píos menitas que le rodeaban, Darmon susurró para sí mismo las palabras del sacerdote. El aire frío y cortante de las montañas les robaba la voz y la arrastraba lejos.
- Buscamos tu mano divina en esta hora de necesidad. Ilumínanos, de forma que podamos acabar con tus enemigos. Bendice y guía nuestras espadas, alimenta nuestras llamas y sostennos con tu glorioso fuego.
Las palabras le confortaban. Cada vez que las oía, encendían una chispa en su alma, calentándole como podía hacerlo el sentarse cerca de un fuego. Había compartido algunas partes de ese sermón con sus compañeros heridos mientras morían entre sus brazos, tras luchar para atravesar kilómetros y kilómetros de tierras salvajes cygnarianas. Siempre se había guardado las palabras sobre la calidez y el confort de la sagrada luz de Menoth para el momento en el que veía el brillo de la vida desvanecerse de sus ojos.
- Hermanos míos, - dijo uno de los vigías desde su percha - se aproxima el tren.
El cuerpo de Darmon se estremeció a causa de su fervor religioso. A juzgar por las caras de Alad, Shireeya y los demás, a ellos les había pasado lo mismo. Mientras se arrastraban hacia la barricada, un sacerdote de batalla encorvado llamado Sivius se movió con ellos, apoyando sus viejos huesos en un bastón con un menofijo en la punta.
El grupo se movía a través del Puente de las Marcas, una enorme estructura de piedra y acero que abarcaba todo el ancho de la garganta Marcaladera. Entre las vigas de madera, Darmon podía ver la larga caída hasta el río que corría por debajo, donde otros menitas fieles trepaban por el entramado de soportes y preparaban cargas explosivas.
- Intenta no mirar abajo - dijo Shireeya, cogiéndole del bíceps.
La cara ancha de Alad le sonrió, con el blanco de sus dientes destacando sobre el marrón oscuro de su piel idriana. - Darmon sueña con volar - dijo Alad. - En la Ciudad volaremos juntos, hermano.
Darmon le devolvió la sonrisa a Alad y siguió moviéndose, a pesar de los latidos de su estómago y la ligereza de su cabeza.
Uno por uno, su grupo se unió a los fanáticos que ya estaban agachados detrás de la barricada de las vías. Se habían quedado agazapados para permanecer fuera de la vista. Los fanáticos espiaban al distante tren a través de huecos, con bombas de fuego esperando en sus manos. Darmon reconoció a uno como Shijad Al-Rajad. El hombre era panadero en su pueblo, muy conocido por los pasteles dulces de miel que vendía. Puede que fuese panadero, pero ahora su expresión transmitía su disposición a llevar la violencia a los no creyentes.
El tren cygnariano era una bestia de guerra, tan alto como un edificio de dos plantas. Un espeso blindaje protegía el casco de la máquina, la cual se había detenido a varios vagones de distancia del Puente de las Marcas. Un maestro de armas que estaba midiendo la distancia al tren con un aparato de bronce chasqueó la lengua. Darmon supuso que se había detenido demasiado lejos de su barricada como para que le alcanzasen los cohetes martillo celestial. De todos modos, dudó de que tuviesen mucho efecto sobre él.
- ¿Por qué se han parado tan lejos? - preguntó alguien.
- Esa siempre fue una de las incertidumbres de esta misión - respondió el sacerdote, al que la máscara de su cara ahogaba sus palabras. - Con fe, perseveraremos. Eliminar el puente es más importante que destruir el tren.
De repente, unos chorros de vapor salieron de los lados de la máquina y una fina línea de humo se alzó desde su chimenea. Las torretas armadas que estaban sobre los vagones de más atrás rotaron unos pocos grados, primero hacia un lado y luego hacia el otro, como si estuvieran examinando el paisaje en busca de señales de peligro.
- Vuestros hermanos y hermanas se preparan por debajo de nosotros - continuó el sacerdote. - Debemos atraer la atención de los no creyentes hasta que completen su tarea. Lo que hacemos hoy resonará a través de los tiempos, hijos míos. Nuestros nombres ya están inscritos en el libro de Menoth.
- En su nombre - dijo Shireeya. Unos cuantos más repitieron sus palabras.
- En el nombre del Creador y la Ley - ratificó Sivius.
El anciano se movió para levantar su bastón-menofijo y hacer una señal a los que estaban escondidos en los árboles, pero al ver a tres formas saliendo del tren contuvo su mano. Aunque ocultas por las ondeantes nubes de vapor, se podía ver que sus siluetas eran mucho más grandes y voluminosas que las de un hombre.
Una a una, salieron pesadamente de entre la niebla. Darmon creyó reconocer dos de los cuerpos pesados azules celestes. Warjacks, con los intensos colores del ejército de Cygnar. La tercera forma era achaparrada y deforme, con un peculiar tercer brazo en forma de grúa meciéndose sobre uno de sus hombros y un cañón rechoncho en el otro. Sus movimientos eran raros, careciendo de la seguridad mecánica de un steamjack.
- Nuestro enemigo se acerca - dijo Alad.
- No les decepcionemos - dijo el sacerdote, aunque a Darmon le pareció que la voz del hombre sonaba seca y ronca, como si su garganta estuviese atenazada por el miedo. Poco podían hacer contra un enemigo así.
La más pequeña de las tres máquinas se acercó al borde del puente. Colocó un pie con cuidado sobre una viga, comprobó si podía resistir su peso y, luego, dio un paso atrás para estudiar el camino que tenía por delante.
- Son demasiado pesados - dijo Darmon sorprendido.
Alad frunció el ceño. - No más pesados que un tren.
- Los trenes reparten su peso a la vez sobre varios travesaños - explicó Darmon, apretando su mano abierta sobre su otra palma. - Ellos no pueden hacer eso. Tienen que pisarlos de uno en uno, como hicimos nosotros.
- Menoth nos sonríe - dijo Shireeya. - No pueden acercarse.
Ella tenía razón. Más o menos. El más pequeño de los tres hizo unos gestos a los dos warjacks más pesados, los cuales dieron unos pasos tentativos sobre el borde del empinado barranco. El más pequeño volvió a las vigas, cauteloso al principio pero ganando confianza con cada paso. Al acercarse, Darmon pudo ver la cara pálida de un hombre escondida dentro de la armadura pesada azul.
- Es un hombre - dijo con un ligero asombro. El hombre debía estar llevando algún tipo de armadura pesada a vapor, como los Man-O-Wars de Khador. Parecía incluso más aparatosa que la que llevaban los bastiones ejemplares.
- Entonces le mandaremos a Urcaen - dijo Sivius.
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A Darius no le gustaba esto. Los finos pelos de su nuca estaban de punta a pesar del calor de la caldera de su armadura. Los objetos en la vía. Que no estuviesen al azar. Habían sido colocados deliberadamente. Superpuestos para formar zonas de cobertura. Eran una barricada, no un obstáculo.******INTELIGENCIA: LA CIUDAD DEL HOMBRELa Ciudad del Hombre es el nombre del dominio divino de Menoth en Urcaen donde se dice que espera a los devotos: el reino del más allá. Se describe como una ciudad imposiblemente vasta donde todos los píos que han adorado a Menoth pasan la eternidad trabajando armoniosamente en servicio al Legislador tras sus muertes. Aunque es descrita como una única ciudad, se cree que es tan grande como uno de los continentes de Caen: un vasto espacio protegido en medio de las tierras salvajes infernales. Está rodeada por un enorme muro que escuda a sus habitantes de la Sierpe Devoradora, la antigua enemiga de Menoth. La Sierpe Devoradora, junto con una hueste de bestias voraces y seguidores profanos, asalta periódicamente las defensas de la ciudad como parte de la Guerra de almas que también atañe a los Gemelos, Morrow y Thamar, quienes habitan en sus propios dominios
remotos.Aunque se le considera un lugar místico e inescrutable que los vivos no pueden visitar nunca, la mayoría de la humanidad considera que la Ciudad del Hombre es muy real gracias a ciertos informes de aquellos a los que se les ha otorgado el milagro de la resurrección y han descrito sus experiencias en Urcaen. Además, se supone que el Testimonio de Menoth ha cruzado a Urcaen y la ha visitado mientras aún estaba vivo, recuperando el sagrado Omegus. Aunque hay algunos que puede que duden de su habilidad o disposición para alcanzar este lugar, pocos dudan de su existencia.
- Es hora de levantarse, chicos - dijo, golpeando un lado de su armadura con su llave inglesa.
Con el ruido zumbante de la maquinaria en funcionamiento, los halfjacks se escabulleron a través del puerto trasero y repiquetearon sobre las vías que estaban detrás de él. Las máquinas simples se tomaron un momento para orientarse, escaneando sus alrededores con su único ojo en forma de media luna. Darius mandó una orden mental a Hullsworth y a Clunker, mandándoles que vigilasen en busca de cualquier cosa sospechosa.
Con su martillo sísmico en una mano y su llave inglesa en la otra, Darius se aproximó a la barricada.
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- ¿Qué son esas cosas? - susurró Darmon. Tres máquinas pequeñas y esféricas habían caído de la armadura del hombre como si fuesen garrapatas metálicas. Saltaban de una viga de la vía a otra con sus patas larguiruchas, por delante de su amo.
- Problemas - dijo Alad, levantando una bomba de fuego.
El maestro de armas susurró a su cuadro en el mismo momento en el que el hombre blindado se puso dentro de su alcance. Cada uno de sus libertadores murmuró un rezo corto y encendió la mecha de su cohete.
Con un chillido y una nube de humo, la batalla comenzó. Los cohetes salieron disparados hacia el cielo, dejando atrás un rastro de humo blanco.
Darmon rugió un grito de batalla y salió de su cobertura, lanzando su primera bomba de fuego. Esta detonó formando una flor de fuego que cayó al río que tenían debajo, quedándose muy corta de su objetivo. Los demás fanáticos se levantaron y lanzaron sus proyectiles, haciendo que una cortina de fuego ondeante les separase del hombre que se acercaba a ellos y envolviéndole en llamas. Un latido más tarde cayeron los cohetes martillo celestial, algunos de ellos golpeando la estructura del puente y, los demás, cayendo lejos para impactar en las laderas del barranco.
- ¡Por el Jerarca! - gritó Darmon.
Su euforia se apagó en cuanto el hombre blindado emergió de entre las llamas. Un nimbo de energía blanquiazul le envolvía, chispeando como si estuviese hecho de relámpagos.
Darmon había oído hablar de los campos de fuerza pero nunca había visto uno con sus propios ojos. "No es un mero hombre", pensó. "Es un warcaster cygnariano". La boca le sabía a cenizas.
El warcaster señaló con un dedo a la barricada, indicando a sus extrañas maquinitas que corriesen hacia delante. Una de ellas correteó por el riel de metal de la vía con sus pies haciendo un ritmo repiqueteante. Cuando alcanzó la barricada, se produjo un ruido atronador y un estallido.
La explosión derribó a Darmon. Trocitos de madera y de cuerpos cayeron sobre él.
Alad saltó sobre la barricada con dos bombas de fuego en sus manos. Las lanzó, primero una y luego la otra, a otra de las máquinas que corría hacia ellos, la cual explotó a varios metros de su posición. El idriano gritó triunfante pero, entonces, el cañón del warcaster ladró.
Alad salió volando hacia atrás con su pecho convertido en una ruina sanguinolenta. Su cuerpo cayó del puente y se precipitó hacia los árboles de debajo.
Darmon se levantó y vio que seguía saliendo un poco de humo del cañón a causa del disparo que había matado a Alad. Aún le quedaba otro disparo.
- Contenedle, mis niños - gritó el sacerdote, apuntando al warcaster con su bastón. Los fanáticos respondieron con un grito ferviente y salieron de sus escondites desde detrás de la barricada. Media docena de ellos corrían hacia delante a toda velocidad, blandiendo garrotes y bombas de fuego.
La armadura a vapor del hombre soltó un silbido agudo cuando se movió para recibirlos. Con un golpe de su enorme martillo tiró a dos fanáticos por los lados del puente. Gritaron mientras caían, y el sonido se fue desvaneciendo hasta acallarse de golpe. El tercer brazo mecániko del warcaster se desplegó igual que la garra de una mantis, agarrando a otro hombre por la cabeza y aplastándole el cráneo. Al-Rajad el panadero se lanzó contra el cygnariano soltando un grito de guerra ululante y dejando caer su maza sobre el caparazón blindado del warcaster. Este respondió con un golpe de revés que hizo que Al-Rajad girase sobre sí mismo. Luego, aplastó el pecho del hombre entre su llave inglesa y su martillo. Roto, Al-Rajad se desplomó, cayendo hasta perderse fuera de la vista.
Mientras el hombre machacaba a sus oponentes, la última maquinita salió corriendo a toda velocidad entre las piernas de los fanáticos hasta estar rodeada y detonar. Cuerpos mutilados y quemados salieron volando en todas direcciones.
El sacerdote cantaba un himno de batalla sagrada mientras otra oleada de fanáticos corría hacia adelante. Darmon miró hacia abajo para ver dónde habían caído los cuerpos y vio a sus compañeros sul-menitas trepando como hormigas por la celosía del puente. Esquivaban los maderos ardiendo y los escombros que caían, intentando completar su trabajo.
Darmon vio como el warcaster se daba cuenta de los guerreros que estaban por debajo. Hizo unas señales a los dos warjacks pesados que había dejado atrás. Estos avanzaron entre los vagones del tren y Darmon oyó un sonido como el de dos piezas de metal separándose. El warcaster se preparó para el impacto dentro de su armadura pesada mientras el cañón de su hombro se inclinaba hacia abajo.
- ¡No! - gritó Darmon, saltando por encima de la barricada. Corrió hacia delante a toda prisa, sacando una bomba tras otra de su bolso y lanzándolas a su enemigo.
- ¡Ilumínanos, para que podamos acabar con nuestros enemigos! - gritó al detonar la primera bomba. - ¡Bendícenos y guía nuestras espadas!
La segunda rebotó en la armadura del warcaster y explotó.
Menoth debía haber guiado su mano, ya que todas las bombas, una tras otra, impactaron al warcaster, envolviéndole en un penacho de llamas al rojo vivo. El corazón de Darmon martilleaba en su pecho, y su espíritu ardía como el fuego que quemaba las vigas de madera del puente y que volvía colorados los raíles.
El warcaster cygnariano emergió de entre las llamas. Las bombas de Darmon apenas habían conseguido hacer unas ampollas en el esmalte azul de su armadura.
Darmon se sintió frío y mareado al encontrarse solo y de pie enfrente de ese monstruo de vapor y acero. Echó una mirada hacia atrás, adonde Shireeya y el sacerdote seguían detrás de la barricada.
El puente tembló cuando el warcaster cargó.
Darmon cerró los ojos. "No temáis el momento..."
Por debajo suya, los saboteadores terminaron su trabajo. El rugido de una explosión inundó el mundo y bañó con fuego a Darmon.
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Durante lo que pareció una eternidad, el mundo estuvo compuesto enteramente de luz cegadora, humo asfixiante y el sonido ensordecedor del acero entrechocando. Entonces, tan pronto como empezó, el caos paró, dando paso a un pitido en sus oídos que se fue apagando hasta convertirse en un silencio profundo. Darius abrió los ojos sin estar seguro de qué le sorprendía más: el hecho de seguir vivo o de encontrarse a sí mismo (y a su traje) suspendidos en mitad del aire.
Darius miró hacia arriba y sonrió al ver a su vieja grúa enganchada en una de las pocas riostras de apoyo que quedaban, situada a unos cuatro metros por encima de su cabeza. El warcaster ni siquiera recordaba haber activado el brazo antes de la explosión.
- Gracias, vieja amiga - dijo Darius a su maltratada armadura mientras tiraba con cuidado de las palancas que controlaban los cables de alta fuerza de tensión de la grúa. - Solo aguanta un poquito más.
Mientras subía, palmo a palmo, hacia la relativa seguridad de lo que quedaba del Puente de las Marcas, reconstruyó mentalmente lo que había pasado. La información que había recibido era errónea. Los menitas no iban a por el tren, sino a por el propio puente. La explosión había causado el colapso de la mayor parte del centro del puente, enviando a los vagones delanteros del Sambert Limited a su destrucción al fondo del Marcaladera. Sintió una punzada de alarma al preguntarse si Hullsworth y Clunker habían recibido su orden mental a tiempo de desacoplar los de atrás.
Al llegar al final del cable, Darius usó su martillo sísmico y su gran llave inglesa para agarrarse a un trozo de raíl cercano. Este chirrió y gemió cuando tiró de él, pero consiguió trepar hasta ponerse a salvo. Mientras volvía, vio como Hullsworth y Clunker, la pareja de warjacks, soltaban un chorro de vapor al ver a su amo. Detrás de ellos, Darius podía ver los dos últimos vagones del tren, desacoplados tal y como había esperado. El personal del Sambert Limited estaba saliendo por las puertas corredizas, algunos de ellos mirando el puente destruido con incredulidad.
Darius consideró que había sido una debacle. Había matado a los saboteadores... pero demasiado tarde. Había perdido su cargamento militar, el tren de suministros, y Cygnar había perdido uno de sus puentes más importantes. Pensó por un momento que iba a ser degradado y tuvo que tragar saliva para quitarse el nudo de la garganta. Intentó ser optimista. Cygnar necesitaba warcasters, así que tenían que mantenerle en su puesto... ¿no? Se imaginó compartiendo una cerveza con el teniente Allister Caine en alguna taberna de oficiales de mala fama y casi se echó a llorar. Pero entonces, miró hacia atrás y vio las caras del personal del tren, de aquellos que casi seguro hubiesen perecido de no ser por él. Quizás había elegido mal, pero de entre todas las malas elecciones, al menos esta le permitiría dormir profundamente esta noche.
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REPERCUSIONES: EL SABOTAJE DEL PUENTE DE LAS MARCASEn el 605 AR, el Ejército cygnariano moderno ya dependía completamente de su infraestructura ferroviaria para mantener a sus dispersas fuerzas. Aunque todos sus ejércitos mayores podían operar de manera autosuficiente, sus líneas de suministros eran inter-dependientes. Especialmente, teniendo en cuenta el tremendo desvío de recursos y personal hacia el frente del norte durante la Guerra llaelesa. Para que el ejército estuviese en forma para seguir luchando había una rotación continua de personal en servicio activo, así como una demanda constante de munición, warjacks (con su equipo correspondiente), herramientas y otros suministros. El canal de suministros más importante era la vía de tren Línea del Mercado que iba desde Caspia hasta Bainsmarket.
Los problemas causados por la demolición del Puente de las Marcas fueron considerables, forzando al ejército a depender de alternativas mucho más lentas y menos seguras, incluyendo carromatos enviados por la Carretera del rey y barcos de vapor que remontaban el Río Negro. Estas rutas eran más vulnerables a las interferencias e intercepciones enemigas, además de ser mucho menos eficientes. Enviar suministros sin el ferrocarril requería más personal de apoyo, el suficiente como para ser una carga para la tesorería cygnariana y su burocracia. Aparte de los problemas militares, esto también causó molestias considerables al comercio entre el norte y el sur de Cygnar, afectando al acceso a los excedentes de comida que, originalmente, se gestionaba a través de Bainsmarket. Esto tuvo un efecto onda en la política cygnariana, haciendo que los nobles y mercaderes norteños se sintiesen desatendidos e ignorados por la corona. Así, se facilitó el trabajo de los conspiradores que ya estaban trabajando para minar al rey Leto. En los próximos años, la demolición del Puente de las Marcas tras la derrota de la Guerra llaelesa se marcaría como el final de la "edad dorada" de principios del reinado de Leto, entrando en la edad devastada por la guerra y llena de conflictos que marcó el resto de su etapa como soberano.
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