Por Matt Goetz
Un viento odioso proveniente del este azotaba las Marcas Petrasangre, arrastrando con él el ozono de las Tierras tormentosas que le erizaba a uno la piel. Las ráfagas de relámpagos destellaban en medio de las ondulantes nubes de polvo. Todas las criaturas inteligentes se acurrucaban al abrigo de las cuevas situadas a sotavento de grandes rocas por miedo a arriesgarse a que el azote continuo de las arenas les arrancase la piel.
El Reclamador caminaba a través de esta tormenta, luchando contra los vientos. Llevaba la capucha calada y la cabeza inclinada hacia abajo como la de un penitente en el templo. En una mano llevaba las riendas de su caballo, Alban. Con la otra sujetaba su arma, Ujier, la cual utilizaba como bastón mientras luchaba por subir por otra duna.
Los demás le llamaban "la Mano del silencio". Desde que tomó su juramento como reclamador, ninguna palabra había salido de sus labios. No había gritado de pena ni de dolor, para alabar ni para exaltar, durante casi quince años. Durante todo ese tiempo había ayudado a guiar a cientos de almas fieles a Urcaen, protegiéndolas de las depredaciones de nigromantes, de infernales y de la Sierpe Devoradora. En todas esas ocasiones había sentido la mano de Menoth guiándole y apremiando sus pasos para colocarle en el lugar correcto para preservar al espíritu caído.
Nunca antes había sentido una urgencia igual. En vez de mostrarle el camino, el sentimiento de guía divina era como un gancho clavado en su pecho que le arrastraba a través del desierto. Le mantuvo en marcha incluso cuando Alban se detuvo por el cansancio. Durante días continuó, sin comer ni dormir, nutrido solo por la cercanía de su labor divina y la sensación del Creador guiando sus pasos.
Al alcanzar la cima de la duna, la tormenta rugiente vaciló. Más adelante, a través de una niebla de polvo ocre, vio las formas regulares de unos edificios: las bajas estructuras de adobe de las tribus idrianas. El Reclamador recitó mentalmente una oración silenciosa de agradecimiento y tiró de Alban hasta llegar al cobijo de la pequeña aldea.
Una docena de edificios pequeños rodeaba a una casa comunal grande. El Reclamador dejó a Alban atado al poste que estaba justo fuera de la gran estructura y empujó su frágil puerta de madera. Dentro, varias familias se apiñaban en un espacio que era mitad sala de reuniones, mitad almacén, y que estaba llena de ganado de las tribus, de cabras peludas y de faisanes de las dunas.
- Viajero - dijo un idriano anciano, levantándose de una esterilla roja - eres bienvenido a refugiarte de la tormenta con mi familia, pero somos pobres y no podemos ofrecerte ni agua ni sal.
El Reclamador le quitó importancia a la excusa con un gesto y estudió la habitación. En un rincón había un santuario pequeño con una figurita de un sacerdote y coronado por un menofijo, pero los idrianos habían colgado fardos de savia seca y habían puesto pieles mudadas de serpientes de Petrasangre a su alrededor. Símbolos de las tradiciones antiguas.
Fue de un idriano a otro, tirando de sus mangas en busca de tatuajes o marcas en sus brazos. Algunas tribus fingían ser fieles a Menoth pero se adherían a sus viejas costumbres, marcándose con los nombres o los símbolos ancestrales de bestias depredadoras. Señales de adoración a la Sierpe. Si encontrase esta blasfemia, purificaría la aldea con fuego.
Nada. Algunos emitieron sonidos de confusión, balando como las cabras nerviosas junto con las cuales se sentaban.
- ¿Qué es lo que buscas, viajero? - preguntó el anciano. - Dilo, y te ayudaremos a encontrarlo.
- ¿Quizás es mudo? - propuso una madre joven que daba de mamar a su bebé. - ¿O lleva máscara para ocultar alguna desfiguración?
- Silencio, Shanri - dijo otro hombre con tono de miedo. - Este hombre es un sacerdote de tumbas. Todos ellos llevan esas máscaras.
El anciano habló. - Un guía para los muertos... ¿eso es lo que eres? No tenemos muertos, Reclamador. No desde hace dos veranos. - El hombre hizo un gesto con las manos en señal de gratitud. - El Creador te bendiga por preocuparte, por supuesto.
El Reclamador frunció el ceño. Menoth no le guiaría mal. Los idrianos estaban ocultando algo.
- Pero una serpiente mordió a Ves, el rhaz de los ibn, a un día de camino al norte de aquí - ofreció el anciano. Puso una mano en el hombro del Reclamador y le guió amablemente hacia la puerta. - Sí, el ibn Ves debe ser aquel al que buscas. Si te das prisa, deberías llegar hasta ellos antes de la puesta de sol. Sus corazones se reconfortarán con tu presencia.
La Mano del silencio sabía que le guiaba una fuerza divina y no permitiría que ningún otro hombre le desviase de su camino. Colocó su mano abierta contra el pecho del viejo y le empujó. Los años pasados en la Gran cruzada le habían bendecido con fuerza física. El anciano cayó de espaldas con los brazos y las piernas extendidos. Los otros de la tribu ladraron en protesta y se movieron para ayudar al viejo a levantarse. El Reclamador les ignoró y se dirigió a la pila de suministros que estaba en la parte de atrás de la casa comunal.
Buscó, rompiendo cestas de frutos de cactus y derramando sacos de grano. Se imaginaba a otro anciano escondido aquí, uno al que los idrianos querrían dar sus impuros ritos tradicionales.
Una mano le agarró y tiró de él. Sin mirar, lanzó hacia atrás su puño enguantado y aplastó la nariz del asaltante. Otro intentó sujetarle el brazo, así que rompió los dedos de la mano que se lo retenía. Barrió sus provisiones usando a Ujier, dispersando a una bandada de faisanes de las dunas, quienes protestaron con un coro de cacareos furiosos. Enfadado y confuso, se adentró aún más en la casa comunal, formando sus propias dunas de suministros descartados a lo largo de su camino. ¿Dónde estaba? ¿Por qué Menoth le había traído aquí?
Entonces, en la parte de atrás, lo vio. Escondido detrás de unas pilas de juncos que estaban apoyadas contra el muro posterior para secarse, encontró un cuerpo en un féretro. Estaba dentro de un ataúd de lona cosida, con una corona funeraria hecha de huesos de animales pequeños y flores secas rodeando su cuello. El Reclamador abrió las bastas costuras con el filo de Ujier para revelar el cuerpo que estaba dentro.
No era un anciano y ni siquiera era idriano. El cuerpo era el de un hombre joven con el pelo y la piel de color claro. En vez de un atuendo de cuero, el cuerpo llevaba una placa pectoral de bronce con filigranas angulosas y una capa negra. Tenía un hacha de madera inscrita con runas grotescas sujeta firmemente contra su pecho.
Unos pies se arrastraron detrás del Reclamador. - Era nuestro protector - dijo uno de los idrianos con una voz fuerte y ronca. - Cuando no llovió la pasada primavera, vino a nosotros y nos dio una nueva fuente. Cuando los puercos descendieron de las colinas Erud, los hizo retroceder con una palabra. Volvió con nosotros hace dos noches, herido por una batalla en tierras distantes, y nos imploró nuestra ayuda.
- Sus heridas eran graves - brindó el anciano mientras se ponía delante, apoyándose sobre la joven. - Lo único que pudimos ofrecerle fue agua, para que no tuviera sed antes de que la muerte se lo llevase.
El Reclamador les rechazó. Menoth no le requeriría que guiase el alma de este druida adorador de la Sierpe hasta Urcaen. Debía haber venido para alguna otra tarea.
- Por favor, sacerdote - dijo la joven madre. - Amamos al Creador. Es solo que... bueno, estamos tan lejos de las ciudades que no estamos protegidos. ¿Qué íbamos a hacer?
Los ojos relucientes de la mujer reflejaban el brillo hambriento de la llama de guía de Ujier. Al igual que los idrianos, la Mano del silencio ya había hecho su elección.
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La casa comunal rugía, convertida en una pira funeraria compartida por todos aquellos que estaban en su interior.
Todos excepto uno. Bajo su brazo izquierdo, la Mano del silencio llevaba un bulto envuelto en lino. El bebé se retorcía dando patadas con sus piernecitas y soltaba un ligero quejido de descontento.
Cuando arrancó el bebé de los brazos de su madre la Mano del silencio sintió una oleada de alivio. Quizás, por primera vez en su largo camino, el alma que Menoth quería que preservara era la de un vivo, y no la de uno de los muertos. Si el niño hubiese crecido en la tribu habría caído sin dudar en la tibia adoración a Menoth que compartían sus padres. Algún día también se habría juntado con los túnicas negras.
El Reclamador bajó la mirada al niño envuelto. Este empezó a llorar, quizás asustado por el sonido del viento o el picor de la arena. Tenía una voz fuerte y potente. Quizás, algún día, esa voz uniría su poder a un coro de sacerdotes de guerra rezando a Menoth. O quizás, como la suya propia, tomaría un juramento para no volver a ser oída jamás.
La Mano del silencio sonrió ligeramente debajo de su máscara y puso un dedo sobre los labios del niño llorica.
- Shh - dijo el Reclamador. Los vientos tormentosos atraparon el sonido y lo arrastraron, desvaneciéndose en medio del ruido del aire.
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